While we were walking I told the children: I am taking you right to where the story began. Lucas looked at me with the face of one who does not yet understand the meaning of some words, he is only three years old... Eileen Lucia, the older of my two little ones, read my gesture while with my finger I pointed to the old building ahead.
At some distance we could already see the imposing silhouette of "La Casona", a place whose magic attracted me since I was a child and that apparently also trapped the children with its charm, as they rushed to see who could get there first.
The excitement grew with each step. Just thinking about the reunion with the place filled me with adrenaline. Of course, it wasn't like it used to be. Logically 174 years weigh too much for a site subjected to inclement weather and neglect. I finally arrived at the portal, which now counted fewer meters than in my memory. I confess that, despite guessing the consequent deterioration, reality hit me with its definitive jack.
Twenty-five years ago, the wooden balusters of the railing were intact, the ceilings did not show that terrible corkiness, there was no debris or loneliness.
However, La Casona, maintained its majestic dominance in the landscape and therefore I invited my children, in an almost ritualistic act, to feel with their hands on the stone of one of the columns, the energy that emanates from the old houses. And then my little intrepid daughter ventured into the ample space.
She crossed the threshold with the caution that makes us alert to the unknown, but his desire to know overcame his instinct for self-preservation and he was immediately scrutinizing the site with avid eyes and a thousand and one questions that I tried to solve with absolute historical fidelity, although I will not deny that I added some details of my own personal fantastic harvest. While Lucas followed his example.
As if it were a class, I suddenly found myself telling about the days when La Casona was the hacienda house of a coffee plantation in Aguacate Town, Cuba, which was bought from Mrs. María del Rosario Armenteros to take advantage of the goodness of the land in a new productive line: sugar cane. Near the site of the house a trapiche was built, a mechanism of iron and wood that squeezed the canes by passing them between its vertical masses of metal. These masses were moved by oxen and operated by black slaves.
Image taken from the family archive/ Ruiz López family
There were 35 men and a good number of women slaves who did all the work, from cutting the cane to the final processing of the honeys extracted from the grass. Some slaves were the ones who supplied the sugar cane mill with handfuls of cane, others maintained the domestic service in the rural mansion.
From the lateral turrets that can be seen in the images, bells were rung to summon the blacks who slept in the barracks to the day's exploitative work.
Logically, La Casona was very busy. The lower floor housed visitors in its halls or received the residents in the daily act of serving the table at lunches and dinners. The upper floor was used for sleeping quarters.
When Eileen Lucia found out about the upper floor, she immediately wanted to enter, but a makeshift barrier on the side staircase prevented her from reaching it. In fact, the terrible state of the building led someone to limit the passage because of the danger of collapse.
Of the old splendor, only the stone walls of a construction reminiscent of the historicist architectural style, evocative of the past of the European classical culture that the Spanish colonizers inherited to the Latin American and Caribbean peoples with some years of delay. The arches, the colonnades, the continuous doorway, the precious woodwork in the decoration, the vertical lines and the sensation of overwhelming geometric weight coincide with the intention of bringing a bit of Greco-Latin culture to the buildings constructed in the country during the 19th century, in an effort to demonstrate a grandiloquent social and economic status. La Casona is the best example of this in the entire geographical area of the territory.
I know that my young children did not fully understand that amount of data, but I could not deprive them or myself of this part of the adventure in knowledge. After all, that is one of the charms of exploratory adventures: to encounter the past and learn from it, to know where we come from in order to understand why certain things will happen in the future and to do so from direct personal experience. That's what I wanted my children to have with this foray into the almost forgotten history of the town.
As we walked home, little Lucas told me with all the solemnity of his mature three-year-old self: "Mom, I liked that house. Then I felt that my attempt had been worthwhile and that La Casona is now part of my children's memory forever.
For now I say goodbye until another adventure of urban exploration for those places that have written the steps of men and that sometimes we let go unnoticed even when they are as overwhelmingly beautiful as this Casona: heart of the sugar mill, in that deep and secret charm of its decadence.
We meet on the way.
All rights over text and images belong to me
Mientras caminábamos les dije a los niños: Les estoy llevando justo a donde comenzó la historia. Lucas me miró con cara de quien no entiende aún el significado de algunas palabras, es que sólo tiene tres años… Eileen Lucía, la mayor de mis dos pequeños, leyó mi gesto mientras con mi dedo apuntaba hacia el viejo edificio adelante. A cierta distancia ya se advertía la imponente silueta de “La Casona”, un sitio cuya magia me atrajo desde niña y que al parecer atrapó también con su encanto a los niños que se lanzaron a la carrera por ver quién llagaba primero.
La emoción crecía con cada paso. Solo de pensar en el reencuentro con el sitio me llenaba de adrenalina. Claro que ya no era como antes. Lógicamente 174 años pesan demasiado para un sitio sometido al tiempo inclemente y al desamparo. Por fin llegué al portal que ahora contaba menos metros que en mi memoria. Confieso que, a pesar de adivinar el deterioro consecuente, la realidad me golpeó con su jack definitivo.
Veinticinco años atrás tenía intactos los balaustres de madera del barandal, los techos no mostraban ese descorchado terrible, no había escombros ni soledad.
Sin embargo, La Casona, mantenía su majestuoso dominio en el paisaje y por ello convidé a mis hijos, en un acto casi ritual, a sentir con sus manos sobre la piedra de una de las columnas, la energía que emana de las casas viejas. Y entonces mi pequeña hija intrépida se aventuró a recorrer el amplio espacio interior.
Traspasó el umbral con la cautela propia que nos pone alerta ante lo desconocido, pero sus deseos de conocer pudieron más que su instinto de conservación y enseguida estaba escrutando el sitio con ojos ávidos y mil y una preguntas que traté de resolver con absoluta fidelidad histórica aunque no negaré que añadí algún que otro detalle de mi cosecha fantástica personal. Mientras Lucas seguía su ejemplo.
Como si de una clase se tratara, de repente me vi contando sobre los días en los que La Casona fue la casa hacienda de una plantación de café en el poblado de Aguacate, Cuba, la cual fue comprada a la señora María del Rosario Armenteros para aprovechar las bondades del terreno en un nuevo renglón productivo: la caña de azúcar. Cerca del emplazamiento de la casa se construyó un trapiche, un mecanismo de hierro y madera que exprimía las cañas pasándolas entre sus masas verticales de metal. Estas masas eran movidas al impulso de los bueyes y operadas por los negros esclavos.
Imagen tomada del archivo familiar/ Familia Ruiz López
La dotación de esclavos contaba 35 hombres y otra buena cantidad de féminas que realizaban todos los trabajos desde cortar la caña hasta el procesamiento final de las mieles extraídas de la gramínea. Algunas esclavas eran las que surtían el trapiche echándole puñados de cañas, otras mantenían el servicio doméstico en el palacete rural.
Desde las torrecillas laterales que se aprecian en las imágenes se hacían sonar campanas que convocaban a la jornada de trabajo explotador a los negros que dormían en las barracas.
Lógicamente, La Casona, tenía mucho movimiento. El piso inferior albergaba visitantes en sus salones o recibía a los residentes en el cotidiano acto de servir la mesa en almuerzos y cenas. Mientras el piso superior estaba destinado a las habitaciones de descanso.
Cuando Eileen Lucía se enteró del piso superior quiso inmediatamente acceder pero una improvisada barrera en la escalera lateral le impidió llegar. En realidad el estado pésimo del inmueble llevó a que alguien limitara el paso ante el peligro de derrumbe.
Del antiguo esplendor solo quedan las paredes de cantería de una construcción que recuerda al estilo arquitectónico historicista, evocador del pasado de la cultura clásica europea que los colonizadores españoles heredaron a los pueblos latinoamericanos y del Caribe con algunos años de desfasaje. Los arcos, las columnatas, el portal corrido, el trabajo en maderas preciosas del decorado, las líneas verticales y la sensación de peso geométrico abrumador coinciden con aquella intención de traer un poco de la cultura grecolatina a los inmuebles construidos en el país durante el siglo XIX, en afán por demostrar un status social y económico grandilocuente. La Casona es el mejor ejemplo de ello en todo el ámbito geográfico del territorio.
Bien sé que mis pequeños hijos no comprendieron del todo esa cantidad de datos pero no podía privarles ni privarme de esta parte de aventura en el conocimiento. Después de todo, ese es uno de los encantos de las aventuras exploratorias: encontrarse con el pasado y aprender de él, conocer de dónde venimos para entender el por qué de ciertas cosas en el futuro y hacerlo desde una experiencia personal directa. Eso quise que tuvieran mis hijos con esta incursión en la historia casi olvidada del pueblo.
Mientras caminábamos de regreso a casa, el pequeño Lucas me dijo con toda la solemnidad de la madurés de sus tres años: Mamá me gustó esa casa. Entonces sentí que mi intento había merecido la pena y que ya La Casona tiene parte en la memoria de mis hijos para siempre.
Por ahora me despido hasta otra aventura de exploración urbana por aquellos sitios que tienen escritos los pasos de los hombres y que a veces dejamos pasar desapercibidos aun cuando sean tan aplastantemente hermosos como esta Casona: corazón del ingenio azucarero, en ese profundo y secreto encanto de su decadencia.
Nos encontramos en el camino.
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