El canto del grillo se suma al del sapo o lo contrario. Unidos crean una atmósfera acústica nocturna; ese sonido agudo e intenso que se vuelve un eco prolongado en la oscuridad. Mi oído, como una cuerda de vaivenes nocturnos, se estira en la noche para diferenciar sapos de grillos; bajo la bóveda celeste, con la sombra de fondo, presto mi alma a semejante espectáculo.
De pie, en medio de la onda sonora escucho la inmensidad del mundo, me habito de pasados ancestrales, de voces que sacuden su polvo, de quejidos carcomidos por el tiempo; el cielo, como una boca abierta se vuelve una espesura de puntos titilantes: los de la noche, los de los cantos, los de mi silencio. ¿Qué soy en esta clineja de misterios nocturnos? ¿A dónde viaja el alma cuando pienso en esto?
Y, sin embargo, no me hago eco de tan bullicioso silencio porque regreso a la flor del tiempo que es el presente, lo cotidiano, a escuchar sapos y grillos que me traen de narices a la hamaca. No me hago serenidad en ese mar universal de cantos y es porque no he ahondado lo suficiente en la superficie, donde los nudos de las corrientes son efímeros, pero sustanciosos y necesarios para alcanzar lo profundo.
Sapos y grillos o lo contrario, me envuelven en su contraste de violines ruidosos, de acordes inventados arbitrariamente por el bueno de Dios, de orquesta de charcos, de encendidos silencios. Puede que sea cierto que no me haga eco en ellos, en sus resplandores nocturnos, pero al escucharlos admito que son irrefutablemente únicos y eso basta para creer en ellos y en esta noche, a la que exaltan y a la que intento meter en la poesía también.