Mi abuela paterna era de la zona oriental cubana. Mi mamá y yo nos mudamos a su casa cuando tenía ocho años. A esa edad, creía que el mundo era mi país, por eso me resultaba tan extraña su forma de hablarme.
Aparentemente hablaba “cubano”, como le decía al español. De ahí mi sorpresa cuando le dijo a mi madre aquella mañana en que nos conocimos:
—¡Mira lo grande que tá el “vejigo”, cará! E igualito a ti, Aidita, pero con el tamaño de su padre a esa edá.
No fue hasta días después que mi mamá me explicó que en oriente, los güajiros, hablaban de ese modo, “comiéndose” las s y partes de palabras.
Aquella era la edad de los “¿por qué?”, según mi madre. De ahí que vinieran los ¿por qué hablan así y no como nosotros? ¿por qué son güajiros? ¿por qué vinimos para acá? ¿seguimos en Cuba, en el mundo?
De que güajiros se le dijera a las personas que viven en el campo cubano, de la zona oriental, lo entendí a la perfección, porque era un modo de diferenciarnos. No solo la ropa y el hablar era distinto, el cambio más brusco era la geografía.
Sacar a un niño de ocho años de la ciudad, donde vivía rodeado de edificios, pavimento, autos y mucho ruido e introducirlo a un mundo donde nada de eso existía a kilómetros a la redonda, era como llevarlo a otro universo. Así me sentía, un extranjero en ese mundo, donde todos eran distintos a mí. Aquel era mi modo de pensar entonces.
Pero ¿vejigo?
Según mi madre, así se les decían a los niños chiquitos. A mí, que venía de la ciudad y conocía muchas más cosas que los vejigos de mi año, nunca me gustó eso de ser un vejigo. Pero no hubo pataleo o reclamo que la hiciera cambiar su modo de llamarme. Siempre era, “dile al vejigo que venga” “¡Bájate de la mata e’ mango, que te va a matar, vejigo!” “Tú lo que lleva e una buena tunda 'e cutara”.
Cutara. Aquella nueva palabra nadie me la tuvo que explicar, pues mi abuela lo decía con la chancleta en la mano. Aquella cutara suya la tuve marcada en mi piel varias veces, sobre todo en mi mano al robarme los tostones acabaditos de freír. Bueno, tostones no, chatinos, así le decían allá.
Había días en que no me chocaba el acento ni el “idioma” de aquel nuevo mundo. Pero en otros, me resultaba difícil comunicarme. Lo que para mí era una moto, para mi abuela era “el motor”; sin embargo, al “motor” de agua, ellos le decían “turbina” y turbina, bueno, yo solo las había visto en los aviones.
A eso súmenle el “fongo” (plátano), “frijolitos de ensalada” (la habichuela), el “balde” (el cubo de agua) la “plata” (el dinero) “takacillos” (calzoncillos), la “carne de macho” (carne de cerdo) y otras muchas palabras más.
Sin embargo, al pasar los años, fui adaptándome al léxico familiar. Creí que ya nada me sorprendería y me había vuelto casi un nativo. Solo la falta del acento local me descubría entre mis amigos, así como mis vacaciones en la ciudad, cuando visitaba a mi padre.
Allá volvía a “civilizarme”, o al menos eso me decía él y me obligaba a expresarme como los citadinos.
Sin embargo, la ciudad cada vez me gustaba menos. El ruido me resultaba insoportable, el agua sabía mal, sin ríos donde refrescarme, sin árboles ni lugares donde jugar. Sino todo lo contrario, mucho cemento, calor, sol y peligros por doquier. Lo peor, es que tampoco tenía amigos como los tenía allá, en casa de mi abuela.
Tanta “civilización” me resultaba inhabitable.
Al percatarme de eso, le dije a mi padre que quería regresar, “alejarme de la civilización”. Él no lo entendía. Me preguntaba si prefería a la “turba de güajiros aquellos con el fango hasta el pecho”, a lo que le respondí que sí, los prefería a ellos. A fin de cuentas, a esa altura, yo era solo un vejigo más.
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Ayyy, te entiendo . Yo preferí el terruño por sobre la urbe capitalina. Heme aquí 🤭☺️
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