Photo by cottonbro studio from PexelsEspero que lo que aquí escribo pueda ser útil y acompañar a quien lo lea, que sea para bien.
Invito a participar a @osomar357 @alicia2022
Hay días en los que, aparentemente, no hay problemas, pero sí esta presente una sensación constante, algo como una pequeña piedra, solo que esta vez no está en el zapato, sino que está incomodando en el alma.
Es algo que nos molesta pero que no podemos explicar, se parece al cansancio continuo, o a una rutina que deja de tener sentido o quizás un gesto habitual que ya no se siente cómodo.
Y uno sigue, obvio, porque la vida empuja y el ritmo no perdona, pero adentro algo está empezando a incomodar.
Con el tiempo he aprendido que esa incomodidad no es algo que se deba ignorar, que cuando aparece siempre tiene algo que decirme. No siempre habla fuerte, a veces apenas susurra, pero si uno se detiene y le presta atención, se da cuenta de que hay un mensaje detrás de ese malestar.
Y es que la incomodidad, muchas veces, no es más que el alma queriendo despertar.
Personalmente me causa mucha curiosidad el cómo podemos acostumbrarnos a vivir incómodos. A un trabajo que ya no nos nutre, a una relación que solo drena o a pensamientos que se repiten como un eco estéril.
Muchas veces aprendemos a hacer silencio frente a lo que nos molesta, a callar el cuerpo, a desoír las señales, hasta que un día, algo adentro dice ¡Ya no más!, y no lo dice con palabras sino con esa incomodidad constante, que empieza a crecer y nos impide seguir siendo nosotros mismos.
Pero es muy difícil distinguir entre si es solo una etapa o si, en realidad, estamos en ese espacio al que ya no pertenecemos, justo ahí es donde la incomodidad nos empuja, nos arrincona y nos obliga a mirar lo que no queremos ver y a preguntarnos si lo que estamos llevando a cuestas realmente vale el esfuerzo que estamos haciendo.
Y ojo, no hablo de las incomodidades que resolvemos cambiando la rutina, no de esas no, hablo de las que son bien profundas y que, si ignoramos, pueden terminar en desánimo, apatía, depresión, enfermedades físicas y muchas otras situaciones que destruyen lentamente nuestros sistemas.
Aunque solemos ver a las incomodidades como algo negativo, la verdad es que son ellas las que nos mueven a hacernos preguntas, a tomar decisiones y a atrevernos a cambiar, porque sin ese fastidio, sin ese desajuste interno, tal vez seguiríamos en piloto automático, repitiéndonos lo mismo sin cuestionarlo.
Con el tiempo he aprendido a darles la bienvenida y a verlas como una guía que me señalan algo que necesita atención urgente.
También es cierto que no toda incomodidad nos conduce al cambio, a veces por miedo, o por cansancio, nos resignamos o nos acostumbramos y eso es muy peligroso, ya que cuando deja de molestarnos es porque, quizás, nos hemos desconectamos de nosotros mismos.
Entonces no se trata de cambiar lo que incomoda, sino de mantener despierta la capacidad de sentirlo.
Con los años he llegado a creer que la incomodidad tiene algo sagrado, que es como un fuego chiquitico que arde cuando necesitamos movernos, cuando el alma nos pide dar un paso más, aunque no sepamos hacia dónde, y que a veces solo basta con decirnos “esto no me está haciendo bien”, aunque todavía no sepamos qué hacer con ello.
Porque solo desde ese reconocimiento sincero puede surgir la posibilidad de algo nuevo, de un cambio real, con una elección consciente y una vida alineada con lo que de verdad somos.
Entonces ¡SÍ!, bienvenidas sean esas incomodidades que nos despiertan, que nos sacuden y que nos invitan a transformarnos.
🇬🇧 English version
Photo by cottonbro studio from PexelsI hope that what I write here can be useful and supportive to whoever reads it, and that it is for the best.
I invite @osomar357 @alicia2022 to participate
There are days when, seemingly, there are no problems, but a constant sensation is present, something like a small stone, only this time it's not in your shoe, but rather it's bothering your soul. It's something that bothers us but we can't explain why; it's like constant tiredness, or a routine that no longer makes sense, or perhaps a habitual gesture that no longer feels comfortable. And you keep going, obviously, because life pushes and the pace is unforgiving, but inside something is starting to bother you. Over time, I've learned that this discomfort isn't something to be ignored; when it appears, it always has something to tell me. It doesn't always speak loudly; sometimes it barely whispers, but if you pay attention to it, if you stop and pay attention, you realize there's a message behind that discomfort. Personally, I'm very curious about how we can get used to living in discomfort. To a job that no longer nourishes us, to a relationship that only drains, or to thoughts that repeat themselves like a sterile echo. We often learn to remain silent in the face of what bothers us, to quiet our bodies, to ignore the signals, until one day, something inside says No more!, and it doesn't say it with words but with that constant discomfort, which begins to grow and prevents us from continuing to be ourselves. But it's very difficult to distinguish between whether it's just a phase or if, in reality, we are in that space where we no longer belong. That's precisely where discomfort pushes us, corners us, and forces us to look at what we don't want to see and to ask ourselves if what we're carrying around is really worth the effort we're making. And mind you, I'm not talking about the discomforts we resolve by changing our routine—not those, no. I'm talking about the deep-seated ones that, if ignored, can lead to discouragement, apathy, depression, physical illness, and many other situations that slowly destroy our systems. Although we tend to view discomforts as something negative, the truth is that they are what move us to ask questions, make decisions, and dare to change, because without that annoyance, without that internal imbalance, we might continue on autopilot, repeating the same things without question. It's also true that not all discomfort leads us to change. Sometimes, out of fear or fatigue, we resign ourselves or get used to it, and that's very dangerous, because when it stops bothering us, it's because, perhaps, we've disconnected from ourselves. So it's not just about changing what makes us uncomfortable, but about keeping alive the capacity to feel it. Over the years, I've come to believe that discomfort has something sacred about it, that it's like a tiny fire that burns when we need to move, when our soul asks us to take another step, even if we don't know where to go. Sometimes it's enough to say to ourselves, "This isn't doing me any good," even if we don't yet know what to do with it. Because only from that sincere recognition can the possibility of something new emerge, of real change, with a conscious choice and a life aligned with who we truly are. So, "YES!" Welcome those discomforts that awaken us, that shake us up, and that invite us to transform.
And discomfort, often, is nothing more than the soul wanting to awaken.
Over time, I've learned to welcome them and see them as a guide that tells me something needs urgent attention.
