Greetings, friends of Ladies of Hive.
I have two degrees, but I'll tell you about the first one I earned, simply because I liked math back then: accounting.
The thing is, accounting never rests; it works every day. Even on Christmas. To my dismay, I've had to work several Christmases.
And that experience taught me a practical lesson about the boundaries between work and life, and about the importance of choosing.
When I say that accounting never rests, I mean it literally. Numbers don't understand holidays.
Transactions happen, payments are processed, balances must balance regardless of the date on the calendar. Accounting is done daily, even on December 25th. I remember several fiscal year-ends where, to meet legal deadlines and deliver financial statements, I've had to stay working late into the night while people outside celebrated. The world stops, but debits and credits don't. That relentless pace is an inherent part of the profession. I don't know many fellow accountants who enjoy this profession. In fact, many of my acquaintances have left it.
Faced with this, I tried to negotiate with time. My strategy was always the same: I prefer to work late, after the 25th or before the 24th, so I don't have to work those days and can enjoy them with my family.
I planned weeks in advance, got everything done ahead of time, and even then, something urgent always came up—a last-minute adjustment, a mistake to correct—that forced me to sit down at the computer in the middle of the celebrations.
The promise to "finish quickly" turned into hours, and the frustration and guilt of not being with my loved ones were a constant burden. There came a point when the sacrifice wasn't a one-off occurrence, but rather the rule of every year.
That constant tension between the absolute demands of the profession and my desire for a life outside of it was the main reason I made a radical decision: I decided to stop working as an accountant and dedicate myself to another profession.
I became just another link in that chain of abandoning accounting.
This wasn't a whim, nor a rejection of challenges. It was an act of clear prioritization. I chose my well-being and family time over loyalty to a discipline that, by its very nature, offers no respite.
Currently, I'm an editor at Sanlope Publishing, a field where deadlines exist, but where there's also the possibility of disconnecting, of closing a manuscript and knowing that the world won't end if you don't review it on Christmas Eve.

This experience left me with a conviction: no profession should completely consume your right to live.
With accounting, I learned about rigor, precision, and responsibility; values I carry with me. But it also taught me that you have to know when a cost is too high.
Sometimes, the most financially sound decision is to change assets, to invest in your own peace of mind. And that's what I did. Now, as December arrives, I calmly close out the publishing year and have dinner with my family without a spreadsheet calling me from the other room. That silence, for me, is the best final outcome.

Saludos, amigas de Ladies of Hive.
Yo tengo dos títulos, pero les hablaré del primero que obtuve, solo porque me gustaba la matemática en aquel entonces: la contabilidad.
Sucede que la contabilidad no descansa, trabaja a diario. Incluso, en navidad. Para mi pesar, he he tenido que trabajar varias navidades.
Y esa experiencia me enseñó una lección práctica sobre los límites entre el trabajo y la vida, y sobre la importancia de elegir.
Cuando digo que la contabilidad no descansa, lo digo literalmente. Los números no entienden de festivos.
Las transacciones ocurren, los pagos se procesan, los balances deben cuadrar sin importar la fecha en el calendario. La contabilidad se hace a diario, incluso los 25 de diciembre.
Recuerdo varios cierres de año fiscal donde, para cumplir con los plazos legales y entregar los estados financieros, he tenido que quedarme a trabajar hasta tarde en la noche, mientras afuera la gente celebraba.
El mundo se detiene, pero los débitos y créditos, no. Ese ritmo implacable es parte inherente de esa profesión.
No conozco a muchos colegas contadores a los que les guste esta profesión. De hechos, muchos de mis conocidos, la han abandonado.
Frente a eso, intenté negociar con el tiempo. Mi estrategia siempre fue la misma: prefiero trabajar tarde después del 25 o antes del 24, para no trabajar estos días y disfrutarlos con mi familia.
Planificaba con semanas de antelación, adelantaba todo lo posible, y aún así, siempre surgía algo urgente, un ajuste de última hora, un error por corregir, que me obligaba a sentarme frente al ordenador en plena celebración.
La promesa de "terminar rápido" se convertía en horas, y la frustración y la culpa por no estar con los míos eran un peso constante.
Llegaba un momento en que el sacrificio no era puntual, sino la regla de cada año.
Esa tensión constante entre la exigencia absoluta del oficio y mi deseo de tener una vida fuera de él fue la razón principal por la que tomé una decisión radical: decidí dejar de trabajar como contadora y dedicarme a otra profesión.
Fui otra más en esa cadena de abandono a la contabilidad.
Esto no fue un capricho, ni una renuncia a los desafíos. Fue un acto de priorización clara. Elegí mi bienestar y mi tiempo familiar por encima de la lealtad a una disciplina que, por su propia naturaleza, no concede tregua.
De momento soy editora en la editorial Sanlope, un campo donde los plazos existen, pero donde también existe la posibilidad de desconectar, de cerrar un manuscrito y saber que el mundo no se vendrá abajo si no lo revisas en Nochebuena.

Esta experiencia me dejó una convicción: ninguna profesión debe consumir por completo tu derecho a vivir.
Con la contabilidad aprendí sobre el rigor, precisión y responsabilidad; valores que llevo conmigo. Pero también me enseñó que hay que saber cuándo un costo es demasiado alto.
A veces, la decisión más contablemente sensata es cambiar de activo, invertir en tu propia paz. Y eso hice.
Ahora, cuando llega diciembre, cierro el año editorial con calma, y ceno en familia sin que una hoja de cálculo me llame desde la otra habitación. Ese silencio, para mí, es el mejor balance final.







