Hay personas que dicen que no ofenden… pero cada palabra que sueltan viene con filo.
Y tú terminas cargando heridas que nunca mereciste.
Se ocultan detrás de “yo hablo con sinceridad” y, en realidad, son unos groseros que no respetan la opinión ni la sensibilidad de los demás.

Es el egoísmo en su máxima pureza, es la patanería absoluta.

Y por lo que muchos dicen, y por lo que me he dado cuenta, la mayoría de esos que dicen hablar con sinceridad —pero que solo atropellan con sus palabras y hasta con fuerza física— en su mayoría no son personas emocionalmente maduras, ni tienen la inteligencia emocional para entender que no todo lo que se piensa se dice como un machetazo.

Una cosa que destaca al inteligente es su buen humor, la sabiduría acompañada de un toque de alegría y positivismo. La sabiduría no es confrontar. El sabio no entra en batallas bulliciosas: él es estratega y le da la vuelta a las cosas para al final salir victorioso. Es verdad, hay momentos en que tal vez haya que usar la fuerza —física o verbal—, pero eso es en el extremo. Al idiota, a veces, hay que darle su buena bofetada para que entienda que está equivocado.

En cambio, el que asegura hablar con sinceridad, el que se baña con cantos hasta la saciedad de que es dueño de la verdad y, por lo tanto, “sincero”, solo actúa con insultos o malcriadeces cuando se le da una opinión contraria o cuando se le expresa que está equivocado. No lo acepta, y eso revela su limitación mental.

En la vida abundan esos enfermos del ego, y está en cada uno de nosotros —los mentalmente sanos— evitarlos. Decía un buen amigo que ya no está con nosotros: “Evita al tóxico; no aportará nada bueno y sacará lo peor que puedas tener”. Y es cierto. El Hyde debe estar siempre enjaulado, y no debemos permitir que nadie ni nada lo libere. La paz debe ser absoluta y cada uno es dueño de la suya; por lo tanto, no permitas que nadie te la estropee.

Así que, para combatir a los deformados del carácter, es bueno tener un escudo de ofensas.

Hasta aquí mis cinco minutos.