Giving and multiplying a smile
As time went by, I realized that because of my public education I lacked some basic tools that students coming from private schools had. Likewise, I landed in a reality that until that moment I had not been aware of: my parents did not have the economic resources to pay for all the expenses required to study at a university.
During the first semesters, I was able to overcome the obstacles that each subject presented to me. As I was doing the basic cycle, the level of demand was not so high and I felt that I could overcome any adversity. My desire for knowledge and my passion for literature drove me every day to wake up early, take my backpack with books and leave home to the university with the best of smiles.
From the third semester on, I began to understand that not everything was rosy. The courses required things that I did not have, such as books and computers. The professors did not accept work done with a pencil, only on a computer. Also, every semester, we were assigned to read novels that we had to buy or borrow from the library.
At first I went to the library to read the texts that the professors sent us to work on, but when I realized that I did not have time to read everything in the two free hours I had per day, I decided to borrow the books to take them home. The library did not have many books for "circulating loans", so many times when I went to check out a book, there were no more. I was a novice. A young novice in a world of eagles.
As for the computer, my parents would tell me that when there was extra money, they could buy me a used machine that a friend was selling. I don't remember the many times I fell asleep crying because of "our economic situation" and although I have always been a very grateful person with what I have, at that time I was lamenting my bad luck.
_What do you think of this poem, Nancy? my teacher Haidé would ask me with smarty-pants owl eyes.
Although my classmates say that Rubén Darío's rhymed poetry is the best of all, I differ from them. I prefer free verse poems, like those of Cadena, Pantin, Montejo," I always tried to support my opinion with arguments.
In the first written evaluation of the subject, we had to do a paper on a hard-to-find novel. Although I tried to borrow the book from the library, there were no more copies left, so I had to read it on the spot. Since the book was very long, I had to spend many hours in the library reading and taking notes, because when it was time to do the paper I would not have the printed copy to cite.
Every day I went early and left the university late. When I wrote, in pen, by hand, the five-page paper, more than satisfied, I felt very sad because I felt I was swimming against the current: if this was the beginning, what was to come would be more difficult for me.
On the day the paper was due, all my classmates placed it on the desk. I waited for everyone to leave and for the teacher to be alone to talk to her. And so it was. I approached her and said:
_Professor, excuse me. I did the work, but handwritten. I don't have a computer. If you want, you can check my paper based on the lower score or you can take a mark off for presentation. The teacher stared at me for a long time, in which I thought she was going to tell me I wasn't going to get anything, but no. She took my paper and left. She took my paper and left.
Today, still, when I review a good exam or a student's work, I remember my literature teacher and, just like her, I draw a smiley face next to the grade obtained. A smiley face that not only speaks of how well she did, but of how happy I was to read her work. A smiley face that maybe, with luck, will multiply and serve, more than a number, to encourage students.
Text by me, translated in Deepl and images are free, from Pixabay
Thank you for reading and commenting. Until next time, friends
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Regalar y multiplicar una sonrisa
Venía de un liceo público y aunque al principio iba a estudiar Bionálisis, al final terminé inscribiéndome en la carrera de Educación, mención literatura. Sentía que mi vocación era educar, pero no enseñar cualquier cosa: quería enseñar literatura. Así que comencé mi carrera universitaria con todas las ganas del mundo.
A medida que pasaba el tiempo, me di cuenta que debido a mi educación pública carecía de algunas herramientas básicas que sí poseían los estudiantes que venían de colegios privados. Igualmente, aterricé en una realidad que hasta ese momento no había tenido tan presente: mis padres no tenían los recursos económicos para costear todos los gastos que exige estudiar en una universidad.
Los primeros semestres supe superar los obstáculos que cada asignatura me iba presentando. Al estar haciendo el ciclo básico, el nivel de exigencia no era tanto y yo sentía que podía con cualquier adversidad. Mis ganas de conocimiento y mi pasión por las letras me impulsaban cada día a despertarme temprano, tomar mi morral con libros y salir de casa rumbo a la universidad con las mejor de las sonrisas.
A partir del tercer semestre empecé a entender que no todo era color de rosa. Las asignaturas de la carrera requerían cosas que yo no tenía, como por ejemplo: libros y computadoras. Los profesores no aceptaban trabajos hechos con lapicero, solo hechos en computadora. Igualmente, cada semestre, nos asignaban las lecturas de novelas que debíamos comprar o pedir prestadas en la biblioteca.
Al principio me iba a la biblioteca para leer los textos que los profesores nos mandaban a trabajar, pero al ver que no me daba tiempo leer todo en las dos horas libres que tenía al día, decidí tomar la modalidad de pedir prestado los libros para llevarlo a casa. La biblioteca, no tenía muchos libros para “préstamos circulantes”, por lo que muchas veces cuando iba a sacar un libro, ya no había. Era una novata. Una joven novata en un mundo de águilas.
En cuanto a la computadora, mis padres me decían que cuando hubiera dinero extra, podrían comprarme una máquina usada que un amigo estaba vendiendo. No recuerdo las muchas veces que me dormí llorando por “nuestra situación económica” y aunque siempre he sido una persona muy agradecida con lo que tengo, en esa época me lamentaba por mi mala suerte.
Había una profesora que desde el primer momento vio en mí, tal vez, lo que yo nunca había visto: mi capacidad de no darme por vencida y de hacer lo que me proponía siempre. Esa profesora había visto varias de mis intervenciones en clase y aunque mis compañeros sobresalían por tener algunos conocimientos, de computación e inglés, que yo no tenía, yo había logrado que sus ojos voltearan a verme:
_¿Qué opinas de este poema, Nancy? –me preguntaba mi profesora Haidé con ojos de búho sabelotodo.
_Aunque mis compañeros digan que la poesía rimada de Rubén Darío es la mejor de todas, difiero de ellos. Prefiero los poemas de versos libres, como los de Cadena, Pantin, Montejo –respondía siempre intentado sustentar mi opinión con argumentos.En la primera evaluación escrita de la materia, debíamos hacer un trabajo de una novela difícil de encontrar. Aunque intenté sacar de manera prestada el libro de la biblioteca, ya no quedaba ningún ejemplar, por lo que tenía que leerlo allí mismo. Como el libro era muy extenso, debía pasar muchas horas en la biblioteca leyendo y tomando notas, porque a la hora de hacer el trabajo no tendría el ejemplar impreso para citarlo.
Cada día iba temprano y salía tarde de la universidad. Cuando escribí, con bolígrafo, a mano, el trabajo de cinco páginas, más que satisfecha, me sentí muy triste porque sentí que estaba nadando contra la corriente: si así era el comienzo, lo que venía sería más difícil para mí.
El día de la entrega del trabajo, todos mis compañeros lo colocaron sobre el escritorio. Yo esperé que todos se fueran y que la profesora se quedara sola para hablar con ella. Y así fue. Me acerqué y le dije:
_Profesora, disculpe. Yo hice el trabajo, pero manuscrito. No tengo computadora. Si usted quiere, me revisa el trabajo en base a menor puntuación o me quita un puntaje por presentación. La profesora me quedó mirando por un largo rato, en el que yo pensé que me iba a decir que no iba a recibir nada, pero no. Tomó mi trabajo y se fue.
En la próxima clase, cuando la profesora entregó las calificaciones, me entregó mi trabajo y mi sorpresa fue mayúscula: había recibido la mayor puntuación. Pero lo más bello fue que al lado de la calificación, la profesora había dibujado una carita sonriendo con la palabra “Felicitaciones, Nancy”. Ese semestre fueron muchas las caritas que mi profesora Haidé pintó en mis hojas de trabajo. Al recibir cada puntuación perfecta me sentía satisfecha, pero con la carita sonriendo, me sentía dichosa, porque con ese pequeño dibujo que me regalaba, me daba fuerzas para seguir.
Hoy, todavía, cuando reviso un buen examen o un buen trabajo de un estudiante, recuerdo a mi profesora de literatura y al igual que ella, le dibujo, al lado de la calificación obtenida, una carita feliz. Una carita que no solo habla de lo bien que lo hizo, sino de lo feliz que me sentí de leer su trabajo. Una carita que tal vez, con suerte, se multiplique y sirva, más que un número, para incentivar a los estudiantes.