REMEDIOS PARA EL ALMA (69)

in #waiv15 days ago

Recuerda:

Ayer me reuní con una vieja amiga que, por las vueltas que da la vida, hacía mucho que no veía. Y en medio de risas y lágrimas por cosas que nos fueron pasaron a ambos a nivel salud y familiar, salió en la charla: "la queja", esa que es constante por cualquier cosa, motivó o circunstancia o sea por todo: el día, la ciudad, la hora, el gobierno de turno, la plata, el valor de la divisa extranjera.

Ambos coincidimos en la misma conclusión: que así, podríamos seguirnos diciendo innumerable cantidad de excusas, y mirar afuera cuando el problema va por dentro. Y fue ella quien trajo a mi memoria, mientras degustábamos un riquísimo té con sabor a duraznos, la breve historia que hoy quiero compartirles.

Un forastero, o sea alguien que no es un habitante del lugar, llegó al pequeño pueblo con la misión de entregar en mano a quince familias lugareñas un sobre con documentación que debía ser leída y firmada para que él la regresara aprobadas a destino.

Como no sabía moverse en el lugar para dar con el paradero de esta gente, consultó a la señora dueña y recepcionista del humilde hotel del pueblo, quien amablemente le comunicó dónde vivía Ismael, el cartero jubilado, que él podría ayudarlo porque se los conocía a todos, o sea cada uno de los habitantes y sus casas, pues durante unos cuarenta años les llevó su correspondencia, ya sea cartas, telegramas o encomiendas.

Con ese dato preciso y coherente en mente, se duchó, cambió su ropa y rápidamente, echó manos a la obra. Al rato de andar en su vehículo, llegó a la entrada de la casa de Ismael y de allá al fondo alguien a quien no alcanzaba a divisar bien le hizo señas de que entrara nomás, y eso hizo.

Ya era a todo esto como las once de la mañana y el sol picaba en punta, o sea así un intenso calor. Hasta el viento que corría era caliente y polvoroso, parecía que todo estaba bastante reseco, como que faltaba una buena lluvia.

Ismael lo invitó a sentarse en la galería de entrada a su casa de madera, con pisos tablonados y le invitó si quería beber un vaso de limonada fresca, a lo cual el joven aceptó gustoso. Y le consultó por los domicilios de las familias que debía visitar, el hombre ya entrado en años contestaba uno por uno con inusitada alegría, como diciendo asía su adentro que por fin sus años de servicios cobraban una inesperada importancia para alguien.

La amena charla se veía interrumpida por el sonido gutural que emanaba de un perrito, viejito también por lo que se dejaba ver, que emitía como un llanto, un sollozo. Por lo cual el joven le preguntó al anciano: "¿Sabe usted qué le pasa? ¿Está enfermo o tal vez lastimado el pobre animalito?"

Entonces Ismael le respondió: "Hoy, cuando eché un poco de agua y barrí este sector, observé que justo donde él se echó hay un clavo que con el correr del tiempo se ha por desgaste, salido de su lugar original y ha quedado de punta hacía afuera, o sea hacia arriba".

Automáticamente el joven exclamó: "¡Ahí! Pobrecito". Y don Ismael le contestó: "No se aflija. Si quisiera, se movería del lugar. Como ve, la galería es amplia y estamos solos, le sobra el espacio. Entonces solo le da para quejarse, pero en sí no le molesta tanto, sino que lo conozco de cachorrito, algo haría él por sí mismo".

Será como decíamos y recordábamos con mi amiga que, en algún punto, nos parecemos al perro de don Ismael: meta quejarnos y llorisquiar nomás, pero no hacemos nada, ni siquiera nos movemos. Creo que al menos da para reflexionar...

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