Un texto viejo, pero al que le tengo cariño. Disfrútenlo.
(imagen tomada de Pixabay)
El agua caía sobre él al palear. Mojaba las canas cultivadas durante de años de defender su ciudad. La lluvia mojaba el barro, haciendo más fácil el palear la tierra hacia los vagones en la carretera.
Doce horas después de haber perdido a su hijo. Las lágrimas también mojaban la tierra.
Paleaba sin cesar. El recuerdo de su mujer, el llanto de ella pidiendo que no se fuera no desaparecía de su cabeza. Su látigo hizo un surco sobre el lomo de los caballos que resbalaron en la arena y, con trabajo, halaron los vagones.
Llegó a su casa cuando el sol aparecía sobre las murallas de la ciudad. Aún, luego de la tormenta de la noche anterior, se veían casas humear todavía. El enemigo había penetrado las defensas y antes de lograr ser expulsado, saqueó lo que encontró a su paso. Las puertas de la muralla, o como le llamaban en el pueblo: puertas de la batalla, se abrieron a su llegada.
El Rabí Lowe había sido elegido comandante en la defensa de la ciudad. Habían confiado en él, ya que su familia siempre mantuvo a los enemigos al otro lado de las murallas. Lowe, había logrado mantenerlos afuera, pero no a su hijo dentro.
Su mujer lo recibió en la puerta de la casa. Le besó la frente enfangada y los labios. Le acercó una silla, y él se sentó en ella para que le quitaran los zapatos.
Hilda de vez en vez miraba hacia las carretas llenas de la famosa arcilla. Su esposo la detuvo cuando ella iba a desabotonarle las botas. Le levantó la cabeza para secarle las lágrimas de los ojos y los miró.
—No hagas esto, Lowe, no tienes que hacerlo.
Él vio el dolor que sus lágrimas delataban al escaparse. Le arregló el cabello con los dedos antes de responderle. Necesitaba mucha fuerza para negarle algo a una madre que recién había perdido a su hijo.
—Es mi deber, Hilda, es la única forma.
—No, Lowe, desde que se te metió en la cabeza esa idea hemos estado malditos. Primero vinieron los libros, luego se fue nuestro hijo… la brecha. Tienes que traerlo de vuelta.
A duras penas Lowe fue capaz de contener el llanto.
—Está muerto, Hilda, mientras más rápido lo aceptes será mejor. Mi deber es con la ciudad, amor, siempre lo ha sido.
—Lo fue de tu padre, el de este, y el padre de su padre, El Fundador. Pero no es tu obligación.
—El pueblo me eligió. Confían en que los proteja.
—Ellos no han perdido a su único hijo.
—Ni lo harán si el diario realmente funciona. Nadie tiene que pasar nuestro dolor. Esta es la única forma de evitarlo.
—Estaremos malditos para siempre, verás. Busca a mi hijo. Nuestro hijo.
Lowe se levantó y ajustó su ropa antes de caminar hacia la puerta.
—Tengo que trabajar —fue su respuesta.
—Estamos malditos.
—Tocan nuestras puertas, Hilda, esta es nuestra única salida. Entiéndelo, por favor.
Hilda se secó las lágrimas y mostró fuerza en su enojo.
—Entonces yo lo buscaré.
—No lo hagas, no te va a gustar lo que encuentres. Es por tu bien.
—Malditos libros. Malditos todos nosotros por culpa tuya.
—Ya cálmate.
—No juegues a ser Dios, Lowe, no es bueno. Te lo suplico.
—No soy Dios, Hilda, solo su herramienta —fue lo último que dijo antes de cerrar la puerta a sus espaldas y dirigirse al exterior.
Sopló el polvo de la tapa del baúl, donde había guardado los objetos legados de sus antecesores. Sacó varios libros y diarios hasta hallar el que buscaba. Uno viejo, de cuero rojo y verde con el nombre de su tatarabuelo El Fundador. El viejo había llegado huyendo de Israel y había encontrado esa llanura, cerca del río, donde más tarde se asentaría junto a su familia. Pronto se dio cuenta que las tierras eran las más fértiles de todas. Y el barro, en ellas, tenía propiedades curativas.
Las personas fueron llegando y asentándose hasta crear el pueblo ahora defendido por Lowe. La misma bendición del suelo, que hizo al Fundador quedarse, funcionó también como su maldición. Muchos que pretendieron apoderarse de ella. Las cercas del tiempo de su tatarabuelo, por necesidad se convertirían en grandes murallas durante el paso de los años, sin embargo, ellas no fueron la única defensa que tuvieron en aquella época.
Lowe sacó el diario de su tatarabuelo. Conocía al Fundador como “el maldito” debido a ese mismo cuaderno que tenía en la mano. También dudaba si llevar a cabo el hechizo del dueño del diario. Aquella magia que logró evitar que fueran invadidos en el pasado. Si llegara a funcionar, estaría en contra de sus creencias y peligraría en el intento de jugar a ser Dios… mas si aquella era la única solución…
La alarma de las trompetas sonó y lo sacó de su ensimismamiento. En la tapa del diario vio el color verde de las praderas donde corrió su hijo y el rojo de la sangre de este luego de ser capturado en combate. Salió decidido y pasó por el lado de su mujer, que aún conservaba lágrimas en las mejillas.
Llevó las carretas hacia la parte trasera de la casa, donde había tallado en la piedra el molde de una forma humana de más de tres metros. Los gritos de guerra se escucharon desde las murallas. La tierra retumbaba cada vez que las piedras de las catapultas enemigas hacían temblar las defensas de la ciudad con cada choque; y luego caían al suelo junto a los destrozos de las paredes. La arcilla de las carretas continuaba cayendo en la piedra. La lluvia también comenzó a caer. Las maldiciones del Rabí se manifestaron en contra de esta por temor a que demorara el secado y estropeara sus planes. El contenido de cada vagón cayó dentro del molde hasta llenarlo.
Hilda vio cómo su marido se arrodilló bajo la lluvia y comenzó a orar en un idioma antiguo y desconocido para ella. No aguantó más y salió corriendo en dirección de las puertas de la ciudad. Lowe no la vio irse. Oró durante toda la noche hasta que la lluvia cesó. No obstante, en las afueras, el asedio no. El sol salió calentando el nuevo día.
El Rabí, sin detener su plegaria, cortó su carne con el cuchillo y su alma comenzó a manar del tajo y a mezclarse con la codiciada arcilla. Con la mano embarrada, Lowe escribió la palabra EMET en la arcilla poco endurecida. El rezo se mezcló con la sangre, con la arcilla, con el agua, con las lágrimas.
Y la oración paró.
El terror cundió nuevamente en la ciudad cuando las hordas enemigas invadieron. Ningún guardián se explicó cómo fue que pudieron penetrar las defensas de la muralla. Estos aborrecedores de los descendientes de Sem, eran peores que las plagas de Egipto. Un solo tesoro les interesaba, y no era precisamente el de los habitantes de la ciudad.
El terror que se unió a la sangre inocente, a las cenizas y al fuego en las calles; paralizó a los pocos defensores que quedaban en pie. Los que saquearon tampoco hicieron nada cuando vieron llegar al Rabí al campo de batalla, seguido de un coloso de más de tres metros de alto.
Ante una orden de Lowe, los defensores corrieron tan lo rápido como sus pies les permitían. Algunos atacantes también lo hicieron. Uno de los pocos que quedó en pie frente al Rabí alzó su arco. Los demás despertaron de su hipnosis haciendo llover cientos de flechas hacia la pareja detenida en el centro de la calle. El coloso no se defendió, sino que se paró entre el Rabí y las saetas. Vieron con incredibilidad el rebotar de los dardos sobre la superficie pétrea de aquel ser enorme. Una segunda bandada surcó el aire luego de recargar; solo que esa vez fue seguida de una orden gritada por Lowe.
De un salto la bestia cayó al lado del grupo atacante.
El día siguiente aún se hablaba de la creación del Rabí. Palabras de miedo, admiración e incredibilidad. Sin embargo una extraña paz se sentía en el aire. El pueblo recogía contento los restos de piedra y madera dejados por la criatura y los atacantes a su paso. Los pedazos de catapultas y carros de combate -que durante días golpearon a las paredes-, aplastados por la fuerza sobrenatural de aquella bestia, se podían ver por ambos lados de la muralla. Lo más impactante para muchos, era ver los restos de los enemigos incrustados en las paredes y calles de la ciudad.
El asedio había terminado, pero los enemigos de su religión no se rindieron. Sus exploradores continuaron las patrullas por el perímetro de la ciudad, aunque no se atrevían a acercarse mucho, intimidados por la visión del Golem parado frente a las puertas abiertas. En la casa del Rabí, la guerra tampoco había acabado. Hilda llegó a la casa cuando el último del consejo de guerra salía luego de planear la defensa del próximo día. Lowe la miró al llegar a su lado, no la detuvo. Ella fue directo a la cocina y se puso a preparar la comida sin decir una palabra ni levantar la vista de sus tareas.
—Estoy preocupado por ti, amor —le dijo de manera tierna.
Hilda lo miró y simuló una sonrisa que le fue imposible de lograr.
—Estoy bien, gracias. Dentro de un rato estará la comida.
—No tengo hambre —Lowe la tocó por el hombro buscando que lo mirara—. Dime dónde te metiste ayer, Hilda. Las tropas de Jaar penetraron a la ciudad y temía por ti.
—Lo sé, lo vi. ¿Cómo lo hicieron?
—No se sabe. ¿Dónde estuviste anoche? —Hilda respondió encogiéndose de hombros para mayor enfado de su marido— Es más, la próxima vez te quedas en casa.
—No. No quiero que nos quedemos aquí. Esta casa está maldita. Estaremos así mientras no te arrepientas de lo que has hecho.
—¿Qué fue lo que hice? ¿Salvar la ciudad?
—No. Lo otro.
Lowe se sorprendió del tono de voz con el que estaba hablando. Tomó aire y continuó la discusión de manera más calmada.
—¿Lo viste? —dijo Lowe y señaló a las murallas.
—Lo vi —asintió ella y volvió a concentrarse en la confección de la cena—. Es un monstruo. Igual que tú. Ambos, tú y eso, juegan a ser Dios. Uno de la vida y otro de la muerte. Juegas a ser Dios y serás castigado.
—Ya lo fui, no lo he olvidado aún.
—¡No metas a nuestro hijo en esto!
El Rabí notó que algo andaba mal en el comportamiento de su esposa.
—¿No estarás buscándolo?
Ella recobró un poco la calma y trató de convencerlo con tonos dulces.
—Destruye a esa… cosa, amor —le pidió y señaló al Golem—, vas a ver que si lo haces Dios nos compensará devolviéndonos a nuestro hijo. A fin de cuentas ese engendro no es más que piedra sin corazón ni cerebro.
—Este es diferente, Hilda… tiene alma. Tiene parte de mí. En eso fue lo que se equivocó El Fundador hace años atrás; yo me di cuenta al leer su diario. Deberías haber visto cómo acató cada orden mía al pie de la letra. Los destruyó en cuestión de horas.
—¿Y no viste lo demás? En su camino derrumbó medio pueblo y la puerta de la ciudad. Todavía puede verse su rastro en las calles. Esa cosa será nuestra destrucción y lo verás.
—Tiene alma, Hilda, no he dicho que sea inteligente. Por eso se le llama Golem.
Ella no pudo replicar. O más bien, decidió no hacerlo.
La reconstrucción de la ciudad fue más rápida de lo planificado. Las defensas habían sido restablecidas y las murallas reparadas casi en su totalidad. Lowe decidió llevar al gigante de piedra al granero de su casa, donde podría intentar hacer que su mujer dejara de maldecirlo. Sin embargo, todas las noches ella salía de la casa y dejaba a su esposo solo con la bestia. Hilda había decidido hacer algo por la ciudad, y cada anochecer llevaba bebidas y alimentos a los guardias de las murallas. En cada ocasión que Lowe tocó el tema, ella salía sin decir palabra alguna, o le respondía con otra pregunta respecto al paradero de su hijo. En su mente no cabía que su esposo hubiera olvidado a su primogénito desaparecido y solo pensara en el Golem que vivía en su patio.
Siempre que Hilda trasponía el umbral de la casa, sentía la mirada de aquella bestia de tres metros. La vista fija en ella como si quisiera decirle algo. Hilda se limitaba a escupir en el suelo y virarle la cara con desprecio. “Aquello” se había adueñado del lugar que ella y su niño habían ocupado tiempo atrás en el corazón del Rabí.
Las escaladas de los antisemitas se hicieron más seguidas al pasar los días. Se contentaban con hacer notar su presencia y mantener en vilo a la guardia judía. Una sola vez pusieron un campamento a menos de una milla de la ciudad, y fueron expulsados por los soldados citadinos con la ayuda del Golem y su creador.
Llovía en la noche. Una sombra furtiva se escurrió a través de la puerta de la muralla. Caminó bajo la luz de la luna, ocultando su rostro en una capucha de tela. La sombra dirigió sus pasos hacia un claro, donde esperaba el caballo que la llevaría hasta el campamento de guerra de esos cuyas voces no entendía; sino otro idioma diferente al de su ciudad de procedencia.
Una vez en el campamento, una mano la guio entre pequeñas tiendas hasta llegar a la central, más grande y suntuosa que las demás. Una voz conocida le habló al entrar.
—¿Qué te trae hoy por aquí, buenas noticias? Te he dicho que no vengas a no ser que sea necesario.
—No. Vengo a buscar lo que se me prometió hace una semana atrás. He cumplido mi parte, hice lo que se me pidió. Ahora quiero mi pago.
— El río sigue corriendo lejos de mí. La ciudad aun no es mía y la gente aún lucha dentro de las murallas.
—Me pediste que te dejara pasar dentro de las murallas y pasaste. Ahora quiero mi pago. No es mi culpa que los derrotaran. Es tuya.
Una risa estridente llenó la tienda del enemigo. Una risa que hizo que las antorchas temblaran y la sombra agachara la cabeza. Como si esperara la decapitación que ella se sabía ganada.
—Así que derrotado. Mira a tu alrededor. ¿Qué ves? No hay murallas ni puertas. Nadie vive encerrado. Somos libres de ir y hacer lo que nos venga en gana. Ustedes son los que llevan más de un año prisioneros tras sus puertas. Voy a ver cuánto más les van a durar los cultivos y el ganado. Si realmente quieres tanto lo que me pides, haz algo que garantice mi victoria. Acaba con los suministros de la ciudad, por ejemplo.
—No puedo hacerlo y lo sabes. Son muchos los que vigilan. Lowe no es nada bobo a pesar de lo que aparente. Sin embargo… si quieres algo contundente, lo tendrás.
Había pasado más de una semana desde la última vez que vieron alguna patrulla exploradora enemiga. Aquellos bárbaros habían sido un azote constante a la ciudad casi diariamente desde que fueron expulsados por el Golem. Se habían retirado igual que el río retira sus aguas luego de una crecida.
Lowe había desistido de tratar que su esposa aceptara la existencia del ser de piedra, y prefirió no hacer mención alguna de este para que Hilda estuviera más tiempo en casa con él. Ella había cambiado mucho desde la pérdida de su hijo. Estaba más nerviosa e inquieta.
Más asustada.
A pesar de los planes de Lowe de pasar tiempo con ella, sus obligaciones no se lo permitían. Con el pretexto de que habían aparecido guardias muertos en las últimas noches; a veces por flechazos, otras apuñalados, había logrado convencer a Hilda que no fuera más a las murallas. Nunca pudo encontrar ninguna señal del causante de aquellos actos. El Rabí comenzó a sospechar de algún infiltrado y como medida preventiva colocó por las noches al Golem en la puerta de entrada de la ciudad y además dirigió un registro por todas las casa del pueblo… sin ningún resultado.
Un día al despertar sintió hablar a su mujer fuera de la casa. Salió al patio y la halló parada frente a la bestia con la cesta de vegetales a los pies. Hilda lo sintió, recogió la cesta y entró a la casa. Si hubiera subido la mirada hubiera visto la sonrisa de su marido. Sonrisa que se convirtió en extrañeza al ver al Golem seguir a la mujer con los ojos. Durante días vigiló a su mujer sin que esta se diera cuenta. Ella había estado más de una vez con la bestia y este la miraba con más cara de bobo de la que tenía. Hilda invertía varias horas diarias para hablar de lo bueno que era su niño y de cómo se lo llevaron de su lado. Siempre con la queja de que no podía recuperarlo, que nadie quería que ella volviera a estar junto a él. Lowe nunca escuchó nada de esos monólogos. Solo el Golem la oía sin hacer otra cosa. Solo atender a la triste historia.
Las alarmas sonaron a medianoche despertando a toda la ciudad. Lowe se encontró solo en el cuarto. Iba a buscar a su mujer cuando el sonido de los cuernos le recordó que no podía hacerlo en ese momento. La vio en la puerta al salir. La miró extrañado y ella se paró al verlo. La mole detrás de la mujer también se detuvo. El fulgor de las llamas se reflejaba en las murallas de la ciudad. Lowe dio una primera orden a Hilda de meterse en la casa y no salir por nada del mundo, y una segunda a la mole de seguirlo a la batalla. Otra vez habían penetrado la ciudad y su actual mayor defensa no había aparecido para protegerla. En la mañana se vieron los daños en la reconstruida ciudad. Un barrio entero ardía en llamas. Mujeres muertas tiradas en las calles, no sin antes ser violadas. Niños, hombres, soldados muertos también. Todo en unas pocas horas.
La reorganización duró el día entero. Lowe quería irse a casa mas no pudo. Sus segundos le cuestionaron que el Golem no estuviera en su puesto cuando atacaron. Él mintió. Mintió para poder salvar a Hilda de cualquier sospecha que su acto pudiera levantar. Él mismo dudó de ella por un momento. Mintió para poder preguntarle en persona porqué razón se había llevado a la bestia sin consultarle. Y más aún, quería saber cómo pudo hacerlo. Creía que solo él tenía el vínculo con el Golem. ¿Por qué ella tuvo que hacerlo ese día en específico? Dudó de nuevo. Esa noche hubo otra incursión antisemita. Llegaron a caballo, con flechas prendidas que dispararon por encima de la muralla. La táctica fue la de lanzar y retirarse. El Golem no podía hacer mucho contra ellos debido a que no era muy rápido. Los bárbaros querían hacerlos salir de la ciudad, o al menos, que el Golem lo hiciera.
Durante la tercera noche de ataques apareció una catapulta con barriles llenos de brea encendida que, por suerte para los judíos, no llegaron a su destino gracias a que el coloso la destruyó antes del lanzamiento. Tres días estuvo el rabí en la puerta de la batalla sin ir a casa. Sin hablar con Hilda. Sin poder sacársela de la cabeza. Por la mente de Lowe pasaban todas las excusas posibles ante el comportamiento extraño de su mujer; las causas posibles del error que ella había cometido. Si en el pueblo se conocía que la culpable de las muertes de ese día, el de la última entrada antisemita a la ciudad, era Hilda, de seguro la juzgarían por traición. Y posiblemente a él también. En la mente de Lowe aquello no era posible.
“Ella está mal por la pérdida de nuestro hijo” pensó el Rabí de camino a casa junto a la bestia que lo seguía a todas partes. Algunas personas en el pueblo le ponían cara triste o enfurecida. Le echaban la culpa de lo sucedido noches atrás. Otros, simplemente de haber creado a esa bestia que destruía todo a su paso. Y en la mente de Lowe, era su culpa. Solo de él. Lo habían elegido para mantener impenetrables las murallas, como había sido desde que las construyeron. Para evitar hechos como los de tres días atrás. Él había fallado. Era su responsabilidad, y su mujer, también lo era.
Al llegar a su casa la encontró tal y como la había dejado. Hilda no había entrado. No lo había obedecido. La buscó por todas partes, a ver dónde se escondía, y no la halló. Le preguntó a una patrulla de vigilancia que pasó por allí y le informaron que la habían visto la noche anterior dirigiéndose a la puerta de la ciudad a verlo a él. A su esposo.
El Golem lo siguió cuando fue hasta la puerta de batalla a preguntar si habían visto a su esposa. Le dijeron que había regresado a la ciudad hacía diez minutos, había encontrado las plantas que necesitaba. Lowe echó a correr a su casa, la bestia le seguía el paso y el Rabí lo aminoró para que no destruyera la ciudad en aquella corrida. Aún así fue imposible que no aplastara algún que otro portal. Al llegar a su hogar vio a Hilda esperándolo frente a la puerta. Se detuvo un momento antes de avanzar hacia ella. Hilda lo abrazó en cuanto lo tuvo cerca. Calló su boca con un beso y con un abrazo lo retuvo contra su cuerpo mientras pensaba cómo comenzar a hablarle.
El Rabí tomó la iniciativa.
—¿Dónde has estado, Hilda, qué has hecho?
—He buscado a nuestro hijo, Lowe. Lo encontré.
La mirada de ella era inquietante, había una mezcla de esperanza y locura en sus ojos que él no reconocía. Lo hacía dudar.
—No digas cosas como esas. Te dije que no lo buscaras. Está muerto y nada puede cambiar ese hecho.
—Mentiras. Yo lo encontré, yo…
—Lo vi morir, Hilda, amor. ¿Por qué me haces esto? Lo capturaron y fue arrastrado por caballos. Vi su cabeza chocar contra el suelo y seguí a pie el rastro de su sangre durante más de una milla. No puede estar vivo, mujer.
—¡Sí lo está!
—¡¿Dónde?!
—Lo tiene Jaar en su campamento.
Lowe la soltó y se apartó de ella. Caminó para reorganizar sus ideas.
—¿Qué has hecho, Hilda? ¿Cómo sabes eso? ¿Has estado en su campamento?
Hizo una pausa, y cuando ella iba a hablar la detuvo.
—¿Por qué permitiste que entraran al pueblo? ¿Por qué?
—Por nuestro hijo, Lowe —la respuesta de ella fue seca y firme—, ya que tú no quisiste buscarlo. Jaar solo quiere esta parte del río. La que pasa por nuestro pueblo.
—¡No seas ingenua, mujer! No es eso lo que quiere. Lo que desea es esto —señaló al Golem—. Quiere su poder. Con él a su lado podría destruir esta ciudad en una hora. Imagínate lo que haría con diez.
—Es nuestro hijo. Tu hijo. Ningún pedazo de río me va separar de él —Hilda se arrodilló frente a Lowe y le abrazó las piernas. Su frente sudaba una fiebre fría. La fiebre de la locura que invadía su cerebro—. Yo hablé con Jaar, y… me dijo que lo dejes entrar en la ciudad y él nos devolverá a nuestro niño. ¿Te imaginas nuestra familia unida de nuevo?
—¿Lo has visto?
—No, pero lo siento, Lowe, lo siento cerca de mí. Aquí en mi pecho de madre —le dijo ella mientras le ponía la mano de él sobre su corazón.
—¡Está muerto y no voy a dejar entrar a nadie a mi ciudad! Nadie más tiene que morir. Si él quiere entrar, pues que lo intente.
—No te pongas así, amor, ¿cuál es tu temor, no quieres que nadie muera? Entonces saca a todos de la ciudad. Cuando les pidas que te sigan a buscar a los bárbaros, ellos lo harán. Llévate a la bestia contigo.
—No, Hilda, estás mal. La pérdida de nuestro hijo te ha afectado demasiado. Eso es normal y lo entiendo. De verdad que sí. Nuestro niño está muerto, al igual que muchas personas por culpa tuya. Lo siento, lo máximo que puedo hacer por ti es expulsarte del pueblo. Me duele mucho, créeme. Cuando termine yo también me iré. Les explicaré eso al consejo.
—Lo siento, Lowe, lo siento mucho…
—Voy a las murallas a supervisar las guardias. Viraré con la guardia de la ciudad. Si te veo no tendré más remedio que apresarte y serás juzgada. Adiós.
—No me rendiré, Lowe, no importa lo que digas o hagas. Él está vivo y te lo voy a demostrar.
El Rabí ignoró esos gritos histéricos de su mujer y se viró hacia las murallas. Llamó a la bestia pero esta no se movió, embobado veía como Hilda lloraba. “¡Vamos!”, el nuevo grito del Rabí lo sacó de su ensimismamiento y comenzó a caminar. Hilda lo notó y una loca idea le pasó por su mente. “Golem, querido, ven aquí, tú que me comprendes”. La bestia se detuvo. En la mirada del coloso, el Rabí vio la respuesta del cómo su mujer pudo controlar al Golem. Era la misma mirada de Lowe cuando veía caminar a su amada esposa en los tiempos en que ambos eran felices. Fue culpa de él también que eso pudiera pasar, al modificar el hechizo de invocación con su sangre y lágrimas. Parte de su alma y sentimientos habían pasado al Golem, mediante las lágrimas y sangre que utilizó para reforzar su vínculo y hacerlo más fuerte.
El Golem caminó hacia Hilda obedeciendo la orden salida de esta, compadeciéndose por el dolor hacia la pérdida de aquella mujer en llanto. El Rabí se interpuso entre su esposa y la mole, dándole la espalda a ella para reforzar su orden. Antes que pudiera darla, escuchó decir detrás de él: “Golem, trae toda el agua del río hacia mí, que estoy sedienta… Muy sedienta.”
Despertó tirado en el suelo, sin saber cuánto tiempo estuvo inconsciente. La sangre le corría por la frente y la cabeza le martillaba. Hilda se había ido, también el Golem. Una alarma sonó desde lo alto de la muralla. Corrió como un loco hacia la puerta de la ciudad. Soltó gritos de ánimo por las calles, mientras se dirigía a la puerta de batalla, alentándolos y llamando al combate. “No puede ser coincidencia. No hoy”, pensó Lowe al llegar a las murallas y ver a su consejo reunido e impartiendo órdenes defensivas.
—¿Qué pasa, Job? ¿Por qué la alarma?
—El ejército antisemita está frente a nuestras puertas. ¿Qué te pasó a ti? ¿Están dentro?
—Hilda. Ella es la que ha ayudado a los bárbaros. La muerte de nuestro hijo la perturbó de tal manera que no le importa nada que no sea recuperarlo. No cree que esté muerto. Tenemos que buscarla…
—Eso puede esperar, ¿Dónde está el Golem? Lo necesitamos ahora.
—Ese es el problema. Lo tiene ella.
La defensa se organizó por lo alto de la muralla. El pueblo se ubicó cerca de la puerta para proteger en caso que lograran entrar, además de protegerlos del peligro que significaba Hilda con la bestia por la ciudad. El Rabí reunió a unos cuantos de su confianza y salieron hacia el río a buscar a su esposa.
Ella se había convertido en un peligro casi mayor que el del ejército antisemita a sus puertas. Los bárbaros no habían atacado aún. El ejército, con Jaar al frente, había levantado tiendas y fogatas delante de las puertas. En espera de una señal de adentro de la ciudad. O a que esta saliera a expulsarlos. Dentro de las murallas, Lowe dirigió la búsqueda hacia donde él había extraído la arcilla para construir el Golem. Corrieron hacia el río y vieron que las calles cercanas a este se habían inundado. El agua corría rápidamente y devoró el terreno, cubriendo el terreno con su manto de lodo.
La patrulla se subió al techo de una casa a ver el porqué de esa crecida del río. Desde el techo, Lowe vio cómo la bestia había desviado el curso del río con las rocas y objetos que había lanzado al centro de este. Con el agua hasta la cintura y un vagón, el enorme ser desviaba el agua hacia el pueblo. El vagón entró al río una vez más y el contenido de este fue disparado por la calle central hacia el pueblo. Varias viviendas pobres cercanas a la orilla habían sido derrumbadas y el agua había penetrado a las casas en un radio de más de cien metros del río. El dique construido por el Golem y este mismo habían parado casi por completo el paso del agua y el río comenzó a crecer y desbordarse hacia la ciudad.
Intentar convencer al Golem era casi imposible de lograr; destruirlo… era más difícil aún. “La única solución es encontrar a Hilda”, le había dicho a sus seguidores, “ella es quien lo controla en este momento y también el mayor peligro para nuestro pueblo”. Sin ella, Lowe podría controlar nuevamente a su creación, y los atacantes en sus puertas nunca derrotarían las defensas de las murallas. El vínculo sentimental entre el Golem y ella era demasiado fuerte.
Entonces la vio.
Subida en un techo de una casa al sur del dique y el Golem. A menos de veinte metros de él. Ella no los había visto. Solo miraba cómo el agua corría sin parar hacia el pueblo. De vez en vez se dirigía al gigante de roca con un “sigue, querido, vas bien. Gracias” o “mi hijo te lo agradecerá, van a ser los mejores amigos”.
Lowe bajó de su techo y nadó hasta llegar a la altura de la casa donde se veía su esposa. Sus seguidores lo imitaron, aunque a uno lo golpeó en la cabeza una tabla y se perdió en la corriente. Nadie habló ni hizo algún sonido. La prioridad era llegar hasta Hilda y apresarla.
El primero en llegar al techo fue Lowe. Ella se asustó cuando lo vio subirse, decidió ignorar por completo lo que él representaba y llamó con voz dolida al Golem. Este salió del agua y se dirigió hasta ella. El Rabí miró los ojos de Hilda, inyectados de sangre por una fiebre que la hacía temblar como una hoja. Solo su determinación la mantenía en pie. Lowe hizo una señal a sus segundos para que se mantuvieran detrás de él y lo dejaran intentarlo.
—Detén esta locura, Hilda, no tiene que ser así.
—Esto es culpa tuya, Lowe, si me hubieras hecho caso, nuestro hijo estuviera con nosotros. Es tu culpa.
—Sí, amor, es mi culpa. Lo sé. Fue mi culpa que muriera. Nunca lo debí llevar al frente de combate. Ni debí aceptar el cargo de jefe de defensa de la ciudad. Dejé que mi orgullo me dominara. Es mi culpa no haber estado a tu lado este tiempo —Lowe se comenzó a acercar a su esposa suavemente. La mole se veía a poco más de quince metros de ellos. Avanzaba despacio debido al terreno inundado y cenagoso—. Dale la orden al Golem y vayamos a casa.
Hilda esbozó lo que antes era una sonrisa y caminó hacia Lowe. El rabí sintió la fiebre en las manos de su esposa, al esta tocarle las mejillas antes de besarlo.
—Lo siento, perdiste tu oportunidad. Me toca a mí luchar por nosotros. ¡Golem…!
Fue lo que pudo gritar Hilda antes que Job se lanzara encima de ella y la inmovilizara. Hilda pataleaba histérica. Vomitó sobre sus captores cuando la levantaron para bajarla del techo. El Rabí aprovechó para darle la orden al Golem de que destruyera el dique construido. El coloso dudó antes de acatar lo ordenado. Ante la efusiva reiteración de la comanda, no tuvo más remedio que dar media vuelta y dirigirse al río, no sin antes buscar a Hilda con la vista. Lowe aprovechó el pequeño momento de tranquilidad para mirar los estragos en su pueblo provocado por la crecida del río. El agua llegaba más allá de la mitad del pueblo y en las zonas cercanas al río, la altura era de más de un metro de altura. Los cultivos destruidos. Ahogados. Y su mujer… Su mujer había logrado desprenderse el tiempo suficiente para correr al borde de la azotea y gritarle a la bestia.
—Golem, búscame a mi hijo, tráelo a mis brazos. Búscalo por todas las casas del pueblo. Destrúyelas si es necesario. También por las murallas.
Aquellas palabras resonaron varias veces en su cabeza y no pudo atinar a callarla. No podía. Lo único que hizo fue pedirle a Dios que la bestia no las escuchara. No fue así. Miró hacia el río que seguía su curso normal al caer el dique: el Golem no estaba allá. Se dirigía a las murallas. El agua iba en retroceso arrastrando los escombros de las casas destruidas por el agua o por el Golem. No podían salir del techo a riesgo de morir ahogados.
Su mujer se reía histérica. De una manera u otra, le había intentado entregar la ciudad a los bárbaros con la esperanza que estos cumplieran la promesa de devolverle a su hijo. Reía de forma tan escandalosa que su cara se había transformado en una mueca irreconocible. El nivel del agua disminuía rápidamente.
Pronto la carcajada de Hilda fue callada por otro sonido más fuerte. Un ruido que conocían bien. La mezcla de los gritos de dolor y de las casas destrozándose. Pudieron bajar del techo y dirigirse a las puertas de la ciudad. Los gritos de los defensores de la ciudad se mezclaban con los de las víctimas. A cada momentos se sentía una casa caer. A veces con personas dentro. Era un espectáculo deprimente. La bestia de roca destruyó más de una veintena de casas y asesinó a cientos de judíos antes que ellos llegaran a las puertas.
Había sembrado el terror en toda la ciudad. Nadie se acercó en el tonto intento de detener al otrora salvador y ahora destructor del pueblo. Del otro lado de la muralla el ejército bárbaro comenzó a prepararse al escuchar los gritos y el sonido de la destrucción. En las murallas de la ciudad se respiraba miedo. Era palpable. Al llegar el Rabí, el Golem parecía incontrolable. Lowe cogió a su mujer por el brazo y la llevó a donde había una familia entera aplastada bajo los escombros de lo que fue su casa. Hilda era incapaz de ver la escena delante de ella. La mueca de la risa se había tatuado en su cara.
—Ordénale que pare… o lo haré yo.
La risa de ella llamó la atención de la bestia.
—Última vez, Hilda, dile que pare, no me hagas hacerlo por favor —le dijo y puso su cuchillo de caza en el cuello de su esposa.
—Está bien, está bien lo haré —lo detuvo risueña—. ¡Golem! Te lo ordeno: ¡mat..!
La punta del arma de Lowe atravesó las palabras aún sin salir de la garganta de su mujer. Aparecía cubierta de sangre. El Golem se detuvo un momento al ver ese espectáculo. Pero tenía una orden y la siguió cumpliendo.
El Rabí lloró arrodillado en el charco de sangre de su esposa, y a su espalda, la bestia de tres metros buscaba al hijo perdido.
Horas más tarde de la retirada del ejército, dispusieron la búsqueda del Rabí y de su esposa. El primero nunca fue encontrado. Al lado de su mujer, entre las ruinas de la ciudad, encontraron los restos de la bestia que destruyó medio pueblo. Muerta, si es que alguna vez tuvo vida. En su frente se veían rastros de arcilla fresca, que cubrían una parte de donde el Rabí había marcado las palabras que el conjuro del Fundador dictaba. Entonces, en la cabeza del Golem se leía claramente: MET.