A mi amiga de la infancia:
Por todas las veces que te vi, siempre en pantalla, y viví contigo tus aventuras. Sufrí por tus desgracias, canté tus canciones, conocí lo bonito de enamorarse y me fasciné con la maldad de los malos. Reí con tus amigos y en mi mente navegue los mismos océanos por los que te movías. Incluso dos o tres veces en un mismo día.
Suspiraba por ser como tú. Peinar ese pelo rojo, liso y largo. Aspiraba a lucir ese cuerpo en el que tus pechos cabían dentro de dos conchitas marinas. Quería tener todas esas hermanas, y que mi padre fuese el rey de los mares. Deseaba colegas tan valientes y entrañables como Sebastian o Flounders; de esos que te acompañan y se sacrifican por ti.
Adoraba nadar, bucear y hacer piruetas bajo el agua. Cuando íbamos a la playa les hablaba a los animales marinos que se cruzaban en mi camino, perseverando hasta que creía que me contestaban. Me enloquecía flotar y deambular libremente por todo aquel universo marino que Disney me había descubierto. Buceaba aguantando la respiración hasta más no poder, salía al mundo exterior, cogía aire y volvía a sumergirme. Así pasaban los veranos.
Hubo un tiempo en el que me convencí a mí misma de que no necesitaba piernas, que una buena monoaleta escamosa hubiera sido muchísimo más útil. No entendía porque yo había tenido la mala suerte de recibir extremidades en lugar de una deliciosa cola brillante. A veces incluso reptaba por el pasillo de casa pretendiendo desplazarme, juntaba los pies en el aire y daba una fuerte sacudida hacia abajo, siempre haciendo uso de los brazos también porque si no aquello no servía.
“Jo ¿por qué mamá? ¿por qué han tenido que salirme piernas?” le preguntaba casi cada mañana mientras ella trataba de vestirme para ir al colegio. Me miraba, levantaba una ceja y decía: “Al menos tú tienes voz, y bien potente. La pobre Ariel no podía, fíjate qué triste”. Sin embargo, yo maldecía mi voz, solo quería utilizarla como moneda de cambio para poder entregársela a la primera señora con tentáculos y cara de bruja que se me cruzara. Le pediría que me hechizara como te hicieron a ti y seguro que a mí también me saldría bien.
Hasta entonces, lo único que compartía contigo, mi idolatrada sirena, era el perro. Aquel bobtail gris y blanco que corría y ladraba sobre la cubierta del barco que llevo a Eric a conocerte. El mío también era un pastor inglés, también ladraba y corría, e incluso me metió en alguna que otra aventura, pero ni rastro de príncipes ni amores verdaderos.
A día de hoy, pasadas ya unas décadas desde aquello que te cuento, trabajo como marinera en un puerto y vivo en una isla. Ya soy adulta y con la cabeza bien amueblada. No creo en princesas. Aunque he de reconocer que, en más de una ocasión os he imaginado a Eric y a ti entrando por la bocana en un imponente velero de madera, pero hasta el momento, no os habéis animado. Nada, solo recordaros que ahí estoy, por si os apetece.
Participación en el concurso de https://ecency.com/hive-179291/@es-literatos/concurso-carta-a-una-mujer
La imagen ha sido seleccionada de Pixabay y el texto ha sido creado sin ayuda de la IA.