Hello, Hive friends.
I wanted to join @finec's initiative, who debuted as a columnist for a day.
I'll start by saying that I'm a writer, and I spend long hours alone with my thoughts and my computer. But I know, with a certainty that has matured within me over the years, that even the most solitary work is, at its core, a consequence and component of a network of human bonds. I don't believe in the romantic idea of the isolated genius. I believe in the practical, tangible need to forge connections with other people.
This need isn't a luxury; it's an urgency that is instilled in us from childhood. I vividly remember how, as a child and later as a teenager, every friendship, every conflict resolved, every display of trust from my parents, every disappointment, and every reconciliation weren't just sentimental events. They were the fundamental exercises that shaped my character.
I learned to listen, to negotiate, to empathize, to be loyal, and to ask for forgiveness. Without those initial connections with family and friends, I wouldn't have developed the basic tools to function in the world. These bonds are the first and most crucial workshop for forging a good person, because they force you to step outside yourself and consider the impact of your actions on others.
We live in a society. It's a simple and compelling fact. It's not an option. Therefore, the ability to get along, or at least to cooperate, is not a pretty ideal, but a practical survival strategy. Forging bonds of family, friendship, even cordial neighborliness, is what transforms a group of individuals into a functioning community. These bonds are the safety net that sustains us in crises, the social fabric that keeps everything from falling apart. Ignoring this need is like trying to build a house without a foundation; it may seem possible at first, but any storm will bring it down.
In my field, art, this is as obvious as in any other. A writer writes in solitude, yes. But that book is born from prior conversations, from readings by other authors (who are indirect links), from an editor who believes in the project, from proofreaders, designers, and booksellers. And beyond the strictly professional, ideas are nourished by exchanges with other colleagues, from constructive criticism, from a simple chat in a café that unlocks a plot problem.
The same thing happens in the sciences or humanities. Great advances are rarely a flash of lucidity in an isolated mind; They are the result of collaboration, of debate, of years of accumulated work by a community that communicates and builds on each other.
The conclusion I've come to is straightforward: one cannot live disconnected from the rest of humanity. Absolute independence is a dangerous illusion. We need others in concrete ways. We need a colleague to validate our ideas, a friend to listen without judgment, a family member to remind us of where we come from.
We need to feel that our existence matters, that our work contributes to something, that our presence is registered and, ideally, appreciated by others. Being loved, valued, and needed is not an emotional weakness. It's the clearest proof that we are alive and part of something larger than ourselves. Forging these bonds isn't a waste of time; it's literally building the structure that gives meaning to our time in the world.
Versión en español
Hola, amigos de Hive.
Quería sumarme a la iniciativa de @finec quien se estrenó como columnista por un día.
Empezaré diciendo que soy escritora, y paso largas horas a solas con mis pensamientos y mi ordenador. Pero sé, con una certeza que ha ido madurando en mí con los años, que incluso el trabajo más solitario es, en el fondo, una consecuencia y un componente de una red de vínculos humanos. No creo en la idea romántica del genio aislado. Creo en la necesidad práctica, tangible, de tejer conexiones con otras personas.
Esta necesidad no es un lujo; es una urgencia que se instala en nosotros desde niños. Recuerdo con nitidez cómo, de pequeña y luego de adolescente, cada amistad, cada conflicto resuelto, cada muestra de confianza de mis padres, cada decepción y cada reconciliación, no eran solo eventos sentimentales. Eran los ejercicios fundamentales que moldeaban mi carácter.
Aprendí a escuchar, a negociar, a empatizar, a ser leal y a pedir perdón. Sin esos vínculos iniciales con familia y amigos, no habría desarrollado las herramientas básicas para funcionar en el mundo. Esos lazos son el primer y más crucial taller donde se forja una persona de bien, porque te obligan a salir de ti mismo y a considerar el impacto de tus actos en los demás.
Vivimos en sociedad. Es un hecho simple y contundente. No es una opción. Por lo tanto, la capacidad de llevarnos bien, o al menos de cooperar, no es un ideal bonito, sino una estrategia de supervivencia práctica. Tejer vínculos de familia, de amistad, incluso de vecindad cordial, es lo que transforma un conjunto de individuos en una comunidad funcional. Estos lazos son la red de seguridad que nos sostiene en las crisis, el tejido social que evita que todo se desmorone. Ignorar esta necesidad es como pretender construir una casa sin cimientos; puede parecer posible al principio, pero cualquier tormenta la derrumbará.
En mi campo, el arte, esto es tan obvio como en cualquier otro. Un escritor escribe en soledad, sí. Pero ese libro nace de conversaciones previas, de lecturas de otros autores (que son vínculos indirectos), de un editor que confía en el proyecto, de correctores, diseñadores y libreros. Y más allá de lo estrictamente profesional, las ideas se nutren del intercambio con otros colegas, de la crítica constructiva, de la simple charla en un café que desbloquea un problema de trama.
Lo mismo ocurre en las ciencias o las humanidades. Los grandes avances rara vez son un destello de lucidez en una mente aislada; son el resultado de una colaboración, de un debate, de años de trabajo acumulado por una comunidad que se comunica y se construye mutuamente.

La conclusión a la que he llegado es directa: no se puede vivir desvinculado del resto de la humanidad. La independencia absoluta es una ilusión peligrosa. Necesitamos a los otros de maneras concretas. Necesitamos que un colega valide nuestra idea, que un amigo nos escuche sin juzgarnos, que un familiar nos recuerde de dónde venimos.
Necesitamos sentir que nuestra existencia importa, que nuestro trabajo contribuye a algo, que nuestra presencia es registrada y, en el mejor de los casos, apreciada por los demás. Ser queridos, valorados, necesarios, no es una debilidad emocional. Es la prueba más clara de que estamos vivos y de que formamos parte de algo más grande que nosotros mismos. Tejer estos vínculos no es perder el tiempo; es, literalmente, construir la estructura que le da sentido a nuestro paso por el mundo.



