¡Totalmente en sintonía contigo! Es que las palabras, para mí, son como herramientas: no son intrínsecamente buenas ni malas. Su verdadero “poder” se lo damos nosotros con la intención y el contexto en el que las usamos.

Me resuena muchísimo eso que dices sobre cómo “la palabra adquiere otra sonoridad” cuando estamos en esos espacios más íntimos. Justo ahí, un mal uso puede romper algo que va más allá de un simple momento. No se trata de ser “tiquismiquis” con el lenguaje, sino de mostrar una genuina competencia emocional y un respeto auténtico hacia la otra persona.

Y sí, me pasa igual con esa costumbre de repetir expresiones vulgares como si fueran muletillas... muchas veces creo que es un reflejo de que nos falta un poco más de vocabulario o, quizás, de que no hemos caído en cuenta del peso real que tienen las palabras.

Pero, si hay algo que me llevo de todo esto, es la idea de que en las relaciones personales, si algo “duele”, no es cuestión de etiquetar y ya. Es de ajustar el trato. Al final, elegir las palabras adecuadas no es callarse; es, en el fondo, una forma de amar y de convivir mejor. Es un verdadero acto de cuidado.