Güajira:

Te escribo desde el rumor de las palmas que se inclinan hacia tu casa; desde el aliento caliente de la Sierra Maestra, donde el sol cosecha sombras largas y memorias en la piel.

Tu nombre lo pronuncia el viento cuando atraviesa los cafetales, lo susurran los ríos bajando furiosos en octubre; lo guardan las piedras de El Cobre, testigos de tantas luchas. Eres Santiago: tierra imdoblegable, mujer que no se rinde.

Veo tus manos—piel de surcos y callos—convertirse en raíces cada mañana. Con ellas desentrañas la tierra oscura, y le arrancas sus frutos y resistencias; le hablas en el idioma secreto de las semillas con la promesa de recompensas al llegar las lluvias.

Llevas el peso de la casa como cargas el agua en el cántaro: con la dignidad de quien equilibra el mundo sobre las caderas. Tu hijo pequeño, ese retoño de ojos brillantes como caobas en flor, aprende de ti que la vida se construye entre sudor y cantos de gallo.

Tu marido se fue, dicen, cuando la escasez le ganó al orgullo. Pero tú, ¿acaso no eres la heredera de las que levantaron bohíos con lágrimas y guijarros? Tu soledad no es vacío: es el espacio donde caben el ajiaco perfumando el atardecer; la hamaca meciendo sueños; el cocuyo iluminando las noches sin luz.

En tu cocina, los santos africanos mezclan su aliento con el humo de la leña. Ochún, quizás, te mira desde el río Cauto y reconoce en tu fatiga el oro de su propio mito.

Tus ojos… ¡Ah, tus ojos! Dos luceros morenos desmintiendo el cansancio. Cuando te agachas a sembrar, son pozos de voluntad; cuando miras al niño, se vuelven ríos de leche tibia. En ellos arde el fogón de los antepasados, el tambor yorubá, y el ritmo de la guantanamera; el grito de Maceo entre los montes. No son ojos que pidan lástima: son desafíos, espejos donde se refleja el verde feroz de la sierra, el azul quebrado en el Caribe.

La Sierra Maestra teje tu historia. En sus lomas, donde el mambí se hizo leyenda, tú también escribes una epopeya diaria. No con fusiles, sino con machete y azadón. Cultivas plátanos como si desenterraras versos, caminas descalza sobre la hierba húmeda, fundiéndote con la tierra que te parió. El son de la trova oriental, ese que habla de amores y revoluciones, lleva el compás de tus pasos. Y cuando cae la tarde, el cielo se viste de morado—color de tus nostalgias—y tú sigues ahí, repartiendo fuerzas entre el conuco y la cuna.

Eres mujer hecha de las cosas esenciales: sangre mulata, paciencia de ceiba, risa estallallando como cañaveral en llamas. En tu delantal guardas secretos de curanderas, semillas de mango, versos sueltos de José Martí. Sabes que la vida es un surco: a veces nace el maíz, a veces la piedra. Pero sigues. Porque en Santiago, donde hasta la resistencia tiene sabor a melaza, nadie dobla la espalda sin antes haber mirado al cielo y a los ojos.

Que los dioses de la lluvia bendigan tus cosechas, el niño crezca fuerte como palma real, tus manos nunca olviden su magia... Y cuando sientas el peso del día, recuerda: eres la misma savia alimentando a esta isla. ¡Sembradora de esperanzas en el barro, convierte el sudor en estrella!

Con admiración y respeto,
Mbracho.

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