No fue una vez, sino todas las veces. En un bosque había una montaña, en la montaña un árbol y dentro del árbol una niña. El árbol era gigantesco, frondoso, frondoso y gigantesco, en sus ramas crecían palabras, palabras grandes y robustas, palabras como silbidos del viento, palabras que entre murmullos dibujaban el amanecer.
Un día, siempre un día después del verano, las palabras comenzaron a desprenderse del árbol, en cada rama, cada letra que caía, la niña dejaba de ser niña, una rama y comenzaba a brillar en ella el paso del tiempo, comenzaban a crecer los años y entre rama y rama llegó la adolescencia, entre la risa y el llanto se descubrió enamorada de sus veinte años, sin avisar comenzaban a sumar treinta, cincuenta, setenta y de pie, ante su árbol, con apenas dos o tres palabras acariciaba su pelo blanco y cabizbajo.
Un día, siempre un día después de un verano, llegó ante ella y su árbol un príncipe, que no era azul, ni llevaba una hermosa armadura, no era ni alto ni fuerte, pero en sus ojos brillaba travieso el asombro, un asombro tan inmenso como el árbol, y sin palabras se acercó a la niña-mujer-anciana-árbol, tomó sus manos y le dio un abrazo como el suspiro más profundo del sol. Al acostarse comenzaron a crecer nuevas ramas que se extendía sobre la brisa de la anciana-joven-niña de cabello blanco tornasol y negro, tan negro que se podían ver en él las estrellas.