¡Incauten el barco!

Eso fue lo que ordenó el comandante de la policía. Por más que le suplicaron, que le dijeron que su mamá era una ternura, que su hija era un angelito, que su esposa era una pura, ese hombre no tomó en cuenta nada y dio esa orden.

Pero, ¿por qué el comandante había tomado tan drástica decisión?

Hace unos meses, en una locura por tener un emprendimiento, se me ocurrió viajar a China para comprar algo para vender en las redes sociales desde mi país. Específicamente, desde casa.

Lo había visto en uno de esos influencers que siempre están publicando formas de emprender, cómo vender perolitos, cursos, en fin, productos digitales. Me dije: esto debe ser lo que estoy buscando, aquí debe estar la mina de oro. Yo no me podía quedar atrás. Tenía que viajar.

Me arriesgué: vendí la moto, el carro, el PlayStation de mi hijo, la Barbie de mi nieta y, el que más me dolió, mi iPhone 17 Pro. Tenía que reunir el dinero para el viaje y, por supuesto, para la compra.

El dinero no alcanzó. Tuve que buscar amigos para que me prestaran, pero ninguno creía en esa aventura mía de negocios. Hasta que conocí a una chica que estaba podrida de buena. Tanto así que, cuando caminaba, parecía que soltaba todo un contenedor de gusanos. Realmente estaba podrida de buena.

Pues le caí bien a la chica, y ella, por supuesto, me cayó bien. Nos conectamos muy bien y llegó el día en que nuestros cuerpos se fusionaron. Ese día fue apoteósico: los fuegos artificiales explotaron encima de la cama y mi cara de pendejo sonriente floreció.

Le conté a ella sobre mi emprendimiento y me dijo que su padre nadaba en piscinas de billetes, que hablaría con él para que financiara el viaje y la inversión. Eso era precisamente lo que estaba buscando: alguien que confiara en mí y que aportara capital. Pero en mi desespero no me di cuenta de que le estaba vendiendo el alma al diablo.

La chica habló con su progenitor y este aceptó sin dudarlo. Le cedió la plata y de inmediato ella me llamó:

—Tengo el dinero, viajemos pues.

Pero eso no estaba en mis planes. Lo mío es hacer las cosas solo, pero como la plata la tenía ella, pues no me quedó otra que decirle que comprara los pasajes, que yo averiguaría cuál sería nuestro plan de viaje, los hoteles, la empresa a visitar y con quién reunirnos.

Así lo hicimos y, cuando menos lo esperé, ya estábamos en Beijing. El viaje era muy costoso, así que eso de hacer turismo o estar de luna de miel no estaba en la agenda. Había que ir, hacer el negocio y devolvernos con la certeza de que a las pocas semanas llegaría el barco con la mercancía. Pero la carajita me sorprendió: en una de las reuniones con los empresarios chinos, ella expresó:

—Nosotros tenemos el barco. Acabo de comprar uno. Así que por el transporte no se preocupen: eso corre por nuestra cuenta. Solo carguen la mercancía y que el barco zarpe.

El barco llegó a puerto y, justo cuando la chica estaba metiendo los papeles en la aduana y preparándose para ver bajar los contenedores, apareció la policía y su comandante gritó:

—¡Impound the ship!
—¡Incauten el barco!
—Aquí hay un contrabando y ya lo vamos a verificar.

En una de esas volteé y vi cómo la chica se puso pálida. Días atrás ella y yo habíamos terminado; yo me había dado cuenta, desde China, de que ella y su padre buscaban quedarse con mi emprendimiento.

La policía subió al barco, abrieron todos los contenedores. Uno de los subalternos gritó:

—Todo esto está vacío. No hay nada.

Todo el pelotón se retiró y yo vi cómo la buenota ponía cara de asombro. La miré fijamente y saqué mi mejor sonrisa diabólica.

Como sabía que entre la chica y su padre pretendían quedarse con el negocio, yo, en una jugada maestra con los chinos, cambié los productos por unos que sí estaba seguro que me iban a funcionar y que no ameritaban un barco.

Tuve la fabulosa idea de comprar unos avatares. Les planteé que la socia me quería hacer una trampa, les pedí ayuda y ellos me complacieron. Pero algo sucedió. Esos avatares chinitos no venían en el barco: debían llegar por la página web… pero parece que en algún descuido se escaparon —chinos al fin— y ahora no sé dónde coño se metieron.

De momento ando metido en un bazar chino para ver si esos muñequitos están trabajando allí.

¿Qué les parece mi fabuloso emprendimiento?

Se acabaron los cinco minutos.