A ver, voy a ser sincero: siempre me ha picado el gusanillo con esa idea de tener una ambición enorme, esas ganas de abarcar un montón de cosas, de meterme en diferentes campos del conocimiento y, bueno, de la vida misma. Me veo, ya sabes, pintando un cuadro aquí, escribiendo algo allá, explorando sin que parezca haber un límite. Es que es una sensación que engancha, ¿verdad? Eso de querer hacerlo todo, de no quedarse solo con una cosa.

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Pero claro, luego llega la voz de la experiencia (esa que a veces suena como el típico refrán de los conejos) y me pone los pies en el suelo. Ya sabes: “Quien mucho abarca, poco aprieta”, o como yo lo he oído más, “El que asa dos conejos a la vez, alguno se le quema”. Y, la verdad, es que tiene su punto. Me acuerdo de más de un proyecto que se quedó a medias, precisamente por intentar hacer demasiadas cosas al mismo tiempo y no darle a cada una el cariño que necesitaba.

Últimamente, le he dado vueltas y creo que a lo mejor no es cuestión de elegir entre tener grandes sueños y concentrarse en una sola cosa. Quizás el truco está en ver esa ambición como un archipiélago enorme, sí, pero para llegar a cada isla, hay que poner el foco ahí, preparar el desembarco, y solo cuando esa está lista, mirar la siguiente en el mapa. Puedo tener un montón de pasiones y metas a largo plazo, ¡claro que sí! Pero lo que toca hacer ahora mismo, eso sí, que necesita que esté al cien por cien.

Al final, la lección que me llevo es que ser muy ambicioso no está peleado con ser paciente y hacer las cosas una detrás de otra. Puedo soñar con un banquete lleno de platos diferentes, siempre y cuando me tome el tiempo de cocinar cada “conejo” con mimo, para que ninguno se queme y al final, la comilona sea de esas que se disfrutan de verdad.

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