Quien ha tenido contacto con la niebla sabe que es una cosa tremenda, como si te hubieran puesto una pared blanca y helada delante de las narices, y Esteban sentía que se ahogaba. Cada vez que intentaba tomar aire, era como si le metieran cuchillos de hielo en los pulmones, ¡qué dolor! A su izquierda, nada, solo un silencio que te ponía los pelos de punta, de esos que te dicen que ahí abajo hay un barranco de los que no tienen fondo. Y a la derecha, él sabía, tenía que estar su casa, aunque con esa cortina espesa no se veía ni torta. El canguelo lo dejó tieso; notaba cómo el frío se le metía más y más en los huesos con cada segundo que pasaba sin moverse.

^{Gracias a AISTUDIO}

“Si de verdad crees en Dios, solo da un pasito más”, le susurró una voz. ¿O sería el viento, que le estaba jugando una mala pasada a su cabeza, ya medio congelada? Esteban, que siempre había sido de los que dudan de todo, sintió cómo esa misma duda se le convertía en un peso helado, como un ancla. ¿Creer? ¿Justo ahora? ¿Y si era una trampa del precipicio ese?

—Venga, da un pasito más… La voz volvió a sonar, suavecita pero insistente. Pero es que su falta de fe era una cadena que pesaba más que todo el frío del mundo. Y nada, que no se movió.

A la mañana siguiente, cuando el sol por fin se decidió a salir, la niebla se largó. Y allí encontraron a Esteban, congelado, a un metro escaso de la puerta de su casa.

A veces, lo de tener fe no es tanto entender el porqué de las cosas, sino más bien tener el valor de dar el siguiente paso, aunque estés a ciegas y no sepas qué te espera. Esa parálisis que te entra por la duda, a veces, es mucho más chunga que el peligro que crees que hay. Te puede dejar tieso, justo a un pasito de encontrar la salida, de salvarte.

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