
A mis amigos de la infancia los tengo ya borrosos en la mente. Algunos de ellos han muerto, porque nada es para siempre. Pero en aquellos días esos amigos parecían inmortales, con tanta energía, con tanto entusiasmo, con tanto humor y ganas para emprender todo lo que se nos ocurría. Ningún cerro era empinado, porque lo subíamos; ningún árbol era demasiado alto, porque lo trepábamos; ninguna idea era tan descabellada, porque allí mismo se llevaba a efecto.
Y hubo unas cuantas pasiones que no dejaron de ser atendidas: bañarse en el río o en la quebrada tal. A veces el día estaba cubierto de nubes y, sin embargo, había que ir al pozo a echarse una bañadita. Y muchas veces el agua estaba fría, pero allí estaban esos valientes siempre dispuestos a no rendirse.
Los pozos no eran más que presas improvisadas. Al cauce del río se le retiraban las piedras más grandes y con éstas se hacía un muro al final, en cuyas rendijas se colocaban ramas de arbustos. A veces esos pozos se acercaban a los 2 metros de profundidad. A falta de piscina, bueno era un pozo de aquellos.
Me acuerdo que una vez me bañé allí todo engripado y se me desarrolló una bronquitis que ya me mataba.
Pero, además de bañarse en los ríos, había otra pasión relacionada con ellos: la pesca. Nos sentíamos orgullosos de sacar peces del agua utilizando un sedal que pendía desde la punta de una vara de bambú. Pero pescar fuera de temporada (en veda) era un delito y recuerdo la vez que me corrió la guardia nacional. Entonces me escondí entre unos matorrales y allí permanecí por un par de horas. Salí de ese hueco todo lleno de barro y en mi casa me insultaron cuando me vieron llegar; pero, claro, no conté nada de lo que me había pasado.
Y así hubo otras pasiones que se fueron quedando atrás: hacer cometas y competir para ver cuál podía volar más alto o más lejos. Jugar béisbol con pelotas improvisadas de papel o formar una algarabía en medio de la calle mientras pretendíamos imitar a Diego Armando Maradona.