Bueno, amigas y amigos asiduos de la lectura, hablemos de la incomodidad, esa sensación que nos eriza la piel, nos revuelve un poco el estómago o, simplemente, nos hace fruncir el ceño como si acabáramos de morder un limón sin previo aviso. Solemos huir de ella como de la lluvia en un día de peinado perfecto, ¿verdad? Pero, ¿y si te dijera que esa misma incomodidad es una especie de brújula interna, un susurro (a veces un grito) que nos indica que algo merece nuestra atención?, te sentarías un memento a meditar sobre ello…

AISTUDIO
“Lo que me mata me hace más fuerte”, hasta no experimentar el verdadero significado, no entenderemos lo que non quiso decir Friedrich Nietzsche. Imagina esa gotera persistente en el baño. Al principio, es solo un “ploc… ploc… ploc” que ignoramos con la música o el ruido de la vida. Pero pasan los días, las semanas, y ese “ploc” se convierte en la banda sonora de nuestras noches de insomnio. Cuando no asumimos el poder de esa incomodidad para hacernos saltar a buscar una solución —llamar al fontanero, aprender a cambiar una junta, ¡qué sé yo!—, podríamos estar flirteando con algo más profundo. No es que la gotera en sí misma cause depresión, claro, pero la actitud de dejar que ese “ploc” se adueñe de nuestro espacio, de nuestra paz, es un síntoma. Es como si, gota a gota, permitiéramos que la inacción nos ahogue en un charco de resignación.
Y es que, ¡vaya si nos acostumbramos! Acostumbrarnos a la rutina, a no reparar o sustituir las cosas defectuosas, a no querer enfrentar al vecino para solución un inconveniente, otras tantas más, ya que la lista es larga. Piénsalo: esa silla coja en la que te sientas con cuidado para no terminar en el suelo, la pantalla del móvil rota que te obliga a entrecerrar los ojos para leer un mensaje, o esa relación que ya no suma, pero ahí sigue, como un mueble viejo que da pereza mover. Son pequeñas (o no tan pequeñas) batallas que hemos decidido no librar, y cada una de ellas nos resta un poquito de energía, de alegría, de calidad de vida. Como dice el refrán, “mal de muchos, consuelo de tontos”, pero en este caso, el “mal” es personal e intransferible, y consolarse con él es una trampa.
Claro que hay incomodidades. Está la incomodidad física de empezar a hacer ejercicio después de años de sedentarismo: los músculos duelen, falta el aliento…, ¡un horror al principio! Pero es una incomodidad que, si la abrazamos con un poco de tesón (y quizás algún analgésico amigo), se transforma en fuerza, en salud, en orgullo. Luego está la incomodidad espiritual o emocional: esa conversación pendiente que nos da pavor, admitir un error, poner un límite necesario. Son como escalar una montaña rusa emocional; el ascenso es lento y tenso, pero la bajada y la sensación posterior pueden ser liberadoras. Como diría el gran Viktor Frankl, “Cuando ya no podemos cambiar una situación, tenemos el desafío de cambiarnos a nosotros mismos”. Y ese cambio, a menudo, nace de un profundo malestar con el statu quo.
Lo curioso es que huimos de la incomodidad como si fuera una plaga, pero a veces, la verdadera plaga es la comodidad anestesiante, esa que nos impide crecer, explorar, descubrir nuevas versiones de nosotros mismos. No se trata, por supuesto, de buscar el sufrimiento por el sufrimiento, ¡ni que fuéramos faquires emocionales! Al contrario, reconocer en esa punzada, en ese “algo no va bien”, una invitación. Una invitación a reparar, a cambiar, a aprender, o incluso a aceptar con serenidad aquello que no podemos modificar, pero desde la consciencia, no desde la resignación de quien se ha acostumbrado a la piedra en el zapato.
Y es que el objetivo no es convertirnos en coleccionistas de piedras en los zapatos, ¿verdad? Ni mucho menos llegar a ese punto donde ya ni notamos que caminamos con dificultad porque “así es la vida”. ¡Para nada! La vida puede ser mucho más ligera si nos atrevemos a sacudir el calzado de vez en cuando. A veces, la “salida airosa” es tan simple como comprar unos calcetines nuevos y deshacerse de esos con tomates que ya parecen coladores. Otras, requiere un poco más de valentía, como decirle adiós a ese WiFi que parpadea como discoteca de pueblo en hora punta y buscar una solución más estable para nuestras maratones de series.
¿Qué pasaría si viéramos la incomodidad no como un enemigo, sino como un mensajero un poco torpe, pero con buenas intenciones? Un mensajero que nos trae noticias sobre lo que necesitamos ajustar en nuestra vida para vivirla más plenamente, con menos “ploc, ploc, ploc” y más “¡ajá!”.
Y tú, ahora que lo piensas…, ¿hay alguna gotera silenciosa en tu vida a la que te has acostumbrado sin darte cuenta? ¿Alguna silla coja que, en el fondo, sabes que podrías reparar o reemplazar? ¿Qué pequeña incomodidad has estado barriendo debajo de la alfombra, esperando a que desaparezca por arte de magia? ¿Será que esa “magia” reside precisamente en el poder de esa incomodidad para impulsarnos a la acción, por pequeña que sea? ¿Y si el primer paso para “derretir el hielo” fuera simplemente reconocer esa piedrecita, sin juicio, solo observarla y preguntarle qué mensaje trae para ti hoy?
¡Ah!, se me olvidaba, recuerda: es algo muy personal, nadie lo puede hacer por ti… Así que, manos a la obra, porque ese día serás libre.
Respondiendo al llamado de la columnista @charjaim en su habitual iniciativa Esa Vida Nuestra No. 33. Anímate a participar @cirangela, @issymarie2 y @sacra97. En el siguiente enlace encontrarán la información necesaria.
Esa vida nuestra/Iniciativa №33

Portada de la iniciativa.
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Infografía propia de la Comunidad Holos&Lotus
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Más original y sin contenido generado por IA, no puede estar. Mi intención es decir lo que me quema por dentro y creo que puedo publicar este contenido en esta comunidad. En caso contrario, me gustaría me lo indicaran sugerencias.
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