He vivido más de seis décadas; justo hace unas horas, mientras el sol se apaga en el horizonte canadiense con tonos que van del ocre al violeta, creo que he aprendido a ver la poesía en las cosas de cada día. Tengo mi taza de café en la mano, humeante, y veo cómo los colores del atardecer se despliegan ahí afuera, como si alguien pintara un lienzo infinito. Quizás mis ojos ya no capten todos los matices, pero mis manos sí sienten el calor de la taza, mis oídos escuchan el viento entre los árboles, y es mi memoria la que se encarga de pintar lo que no llego a ver bien. Es en este ritual tranquilo, donde el tiempo parece frenarse un poco, que he entendido algo clave, el arte, más que algo que se “posee” o “domina”, es un diálogo, silencioso, sí, pero profundo, entre uno mismo y el mundo que te rodea.

MINEARAN Academia de Arte.
La matemática pura, esa fue mi lengua durante décadas. Me enseñó a buscar patrones, a desarmar lo abstracto en ecuaciones exactas. Pero la vida real, con su belleza a menudo caótica, no siempre funciona con algoritmos. Cuando mi hija se fue... ahí, los números se quedaron fríos, inertes como el mármol. El análisis numérico, de repente, no servía para medir el tamaño de aquel vacío. Y fue entonces, sin que yo la buscara, que la música apareció y me tendió una mano. Los acordes de Bach, la melancolía de Chopin... se volvieron para mí una especie de geografía emocional donde pude, por fin, caminar sin sentir que me perdía. Como dijo Rilke –«el arte es el alma que se despierta a sí misma»– justo eso sentí. En esas melodías encontré la manera de traducir el duelo, de hacerlo un poco menos pesado, menos opaco.
Ahora, la vida me ha puesto en otro camino de conexión, este junto a mi hijo Matthew, que está en el espectro autista. Con él, me siento a armar puzzles de madera, modelamos figuras con arcilla. Y aunque mis manos no tienen la habilidad para que queden perfectas, el simple acto de crear juntos, sin esa exigencia, me ha mostrado capas de paciencia y ternura en mí que no sabía que existían. Son esos momentos –risas de por medio, manchas de pintura por todos lados– donde el arte se vuelve un puente inesperado. Un puente entre mis años de tanta rigurosidad académica y la necesidad, tan humana, de poder expresar todo eso que las fórmulas no alcanzan a nombrar. Cada cosa que creamos, aunque sea torpe o imperfecta a los ojos de otros, se siente como un ejercicio de autodescubrimiento. Es un testimonio constante de que la belleza de verdad no nace de la técnica pulida, sino de la pura intención, del corazón que pones en ello.

Obra de mi hijo Matthew.
Hace poco, escuchando a Ludovico Einaudi, me vino de golpe un recuerdo, una tarde en una playa del litoral central -Vargas-Venezuela-, mucho antes de venirme, antes de la emigración. Estaba con mi hija, caminando al borde del golpeteo de las olas en nuestros pies. Mi hija Sofía, se detuvo a dibujar en la arena con sus dedos. Sus garabatos, que para mí no tenían forma, eran para ella su mundo entero. Hoy, cuando modelo plastilina con mi hijo, siento que de alguna manera vuelvo a esa “playa mental” donde el arte no te juzga. Es un espacio que sana, como creo que diría Frida Kahlo, un lugar que «sanifica». En esos momentos, en esos espacios sencillos –el tacto de la arcilla, el sonido del viento, el calor de mi café por las mañanas–, he aprendido a ver a un hombre que no necesita tener un “talento” especial para sentir. Lo que necesita es la disposición, las ganas de mirarse por dentro.
Mi relación con el arte, hoy, la entiendo como una especie de conversación entre las sombras y las luces que llevo dentro. No me interesa crear “grandes obras”, no busco eso. Busco crear pequeñas piezas que funcionen para mí como pequeños faros cuando todo se pone oscuro. Cuando mis dedos tiemblan al pintar, o cuando compongo melodías solo en mi cabeza, es como si diera vía libre a un montón de emociones. Se mezclan la pérdida con la gratitud, la nostalgia con la esperanza. Una acuarela que pinto con mi hijo (aunque, sinceramente, no pueda verla del todo bien), me conecta con algo mucho más grande, con esa eternidad que hay en los gestos pequeños. Una sinfonía de Vivaldi, de pronto, me trae de vuelta la pura alegría de estar vivo. Y sí, en cada trazo, en cada nota, sigo descubriendo que el arte no es un lujo. Es, sin más, oxígeno puro. El que te permite que, incluso con la emigración a cuestas, con la discapacidad visual, con el duelo siempre ahí, sigas sintiendo que eres, a tu manera, dueño de tu propio paisaje interior.
Sencillamente, he llegado a entender algo simple, pero profundo, poderoso. El arte no es algo que simplemente “tienes”. El arte, de verdad, “es”. Y es justo en ese “ser”, sin etiquetas, sin condiciones, donde he encontrado por fin la paz que, creo, necesitaba aprender a nombrar.
Ven, anímate a participar en la reciente iniciativa de la comunidad #Holos&Lotus. Les esperamos: @cirangela, @cositav, @atreyuserver y @lauril. Toda la información en el link aquí abajo:
👉Iniciativa: Arte y Bienestar

Portada de la iniciativa
CRÉDITOS:
Imágenes: son de mi propiedad. Mi familia andina, unida como siempre.
El mosaico de las imágenes sencillamente se hizo en PowerPoint 365 de Office Pro.
Dedicado a todos aquellos que, día a día, hacen del mundo un lugar mejor.


Dedicado a todos aquellos que, día a día, hacen del mundo un lugar mejor.

