I love police shows—I just can't help it. And I love them so much that, aside from literature, I’ve been writing police dramas for years. It’s incredibly fun for me.
That’s why it brings me so much joy to bring you a look at one of my favorite shows: Chicago P.D.
A story of gunpowder and sweat, coffee, and lies repeated until they become truth. I’ll admit it—crime shows aren’t just entertainment for me; they’re a learning experience.
This series feels like it digs its nails into my flesh every time I watch it. There’s no sugarcoating what it means to chase justice in a world where the law has its hands stained with mud and blood. Oh, especially blood.
Since its first episode in 2014, Chicago P.D. has presented police work as clean. Believable. The heroes have dirty hands and broken souls. Voight’s Intelligence Unit doesn’t operate from air-conditioned offices—they’re often in the alleys, next to the trash.
Jason Beghe gives Hank Voight a rough voice, as if he’s smoked the remains of every piece of evidence he’s ever burned. His character is an old beast who knows every corner of his cage. He tortures, lies, and bargains with lesser demons to catch bigger ones. His morality is like an old knife: it cuts, but leaves an infection.
Chicago P.D. makes me constantly wonder: Is a monster who devours other monsters worth it?
Cases get solved, but the consequences drag on—from one episode to the next, from one season to another, relentless and merciless. Human trafficking, corrupt cops, children used as weapons... The streets of Chicago in this show are a maze with no exit. The writers, led by Dick Wolf, do a spectacular job, with dialogue as real as the sun setting over California’s coast.
The Intelligence Unit is a dysfunctional family. Halstead (Jesse Lee Soffer) was the conscience—until he left, leaving a ring on the desk. Upton (Tracy Spiridakos) learned too quickly that ideals are luxuries they can’t afford. Ruzek (Patrick John Flueger) and Burgess (Marina Squerciati) destroy and rebuild themselves in an endless cycle, as if love in this world can only exist between festering wounds.
The cinematography doesn’t illuminate—it traps. Icy blues, heavy grays. The interrogation room scenes are torture: lights that turn every drop of sweat into a confession. The cameras get so close to the actors’ faces that you can see the exact moment a character crosses the line, barely even opening their mouth.
Atli Örvarsson’s score stalks the viewer, intoxicating them. The bass throbs like panicked hearts, guitars that fray nerves. The silences are as loud as gunshots. It doesn’t sound like Hollywood—it sounds like bones breaking under skin.
Some criticize the show for making Voight an invincible antihero. But that’s what makes it honest: in this world, sins aren’t absolved—they pile up. Every season is better than the last.
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🎬 Chicago P.D.: LA SERIE|RESEÑA
Me gustan las series policiales no puedo evitarlo. Y tanto me gustan que además de la Literatura desde hace unos años escribo series policiales. Me divierto muchísimo.
Por eso me complace tanto traer a esta plataforma un acercamiento a una de las puestas que más disfruto:
Chicago P.D.
Una historia de pólvora y sudor, café, mentiras repetidas hasta que se vuelven verdad. Lo confieso. Las series policiacas no son solo entretenimiento para mí; son aprendizaje.
Esta serie es como si clavara las uñas en la carne cada vez que la veo: no hay maquillaje para mostrarnos lo que significa perseguir justicia en un mundo donde la ley tiene las manos manchadas de barro y sangre. Oh, sobre todo, de sangre.
Chicago P.D., desde su primer episodio en 2014, exhibe un procedimiento limpio. Verosímil. Los héroes tienen las manos sucias y las almas rotas. La Unidad de Inteligencia de Voight no opera en despachos con aire acondicionado, sino muchas veces en los callejones, junto a la basura.
Jason Beghe le da a Hank Voight una voz áspera, como si hubiera fumado los restos de todas las pruebas que ha quemado. Su personaje es un animal viejo que conoce cada rincón de la jaula. Tortura, miente, negocia con demonios menores para atrapar a los mayores. Su moral es como un viejo cuchillo: corta, pero deja infección.
Chicago P.D., hace que me pregunte todo el tiempo: ¿vale la pena un monstruo que devore a otros monstruos?
Los casos se resuelven, pero las consecuencias se arrastran, de un episodio a otro, de una temporada a otra, incesantes, sin piedad. Tráfico de personas, policías corruptos, niños usados como armas... Las calles de Chicago en la serie son un laberinto sin salida. Los guionistas, con Dick Wolf al mando, hacen un trabajo espectacular con unos diálogos tan verosímiles como el sol cayendo en las costas de California.
La Unidad de Inteligencia es una familia disfuncional. Halstead (Jesse Lee Soffer) era la conciencia, hasta que se fue, y dejó un anillo sobre el escritorio. Upton (Tracy Spiridakos) aprendió demasiado rápido que los ideales son lujos que no se pueden permitir. Ruzek (Patrick John Flueger) y Burgess (Marina Squerciati) se destruyen y reconstruyen en un ciclo sin fin, como si el amor en ese mundo solo pudiera existir entre heridas supurantes.
La fotografía de esta serie no ilumina; acorrala. Azules que hielan, grises que pesan. Las escenas en la sala de interrogatorios son un suplicio: focos que convierten cada gota de sudor en una confesión. Las cámaras se acercan tanto a los rostros que puedes ver el momento exacto en que un personaje cruza la línea, apenas sin abrir la boca.
La música de Atli Örvarsson acecha al espectador hasta embriagarlo. Se oyen bajos como corazones en pánico, guitarras que rasgan nervios. Los silencios son tan elocuentes como los disparos. No saben a Hollywood: suenan a huesos rompiéndose bajo la piel.
Critican a la serie por hacer de Voight un antihéroe invencible. Pero eso es lo que la hace honesta: en su mundo, los pecados no se absuelven, se acumulan. Cada temporada es superior a la otra.