Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, para disimular su nerviosismo aunque el sudor y el movimiento incesante de los pies lo delataban. Los demás, en el camión sentían lo mismo, protestaban por el calor y la demora, nadie quería que la policía les revisaran sus paquetes y cada uno buscaba una excusa para que les pasaran por alto. Gordo descarao, policía corrupto, gritaban unos, otros susurraban, no dejan vivir.
Al policía no le estorbaban las quejas, ni que las ofensas; eso ya era costumbre para él. “Creen que me gusta hacer esto, pensaba, este maldito uniforme que me asfixia, subir y bajar de estos incómodos camiones, meter la mano en cualquier bulto y esperar que halla suerte o que algún malacabeza te salte encima” Lo hago porque es mi trabajo y la única manera que tengo de resolver. También yo tengo una familia que mantener. Un hijo al que comprarle ropa, zapatos, libros, que no se los regalan en la escuela.
Dos personas más y le preguntarían por el maletín que estaba debajo de su asiento.
Miró por un instante la puerta de emergencia, el pestillo mal puesto que la cerraba. Calculó cuánta gente estaban sentados entre él y la salida, el extenso naranjal que se extendía al lado de la carretera. Le llamó la atención el machete del campesino que chapeaba entre los naranjos; qué grande le pareció.
Cerró los ojos para imaginarse lo diferente del asunto si no hubiera comprado los dichosos camarones. Por un momento la idea del absurdo lo hizo sonreír. No traficaba drogas, armas, ni propaganda enemiga eran ¡camarones!
El recuerdo de su padre le llegó casi instantáneo: “Mijo no hace falta que te enredes con esa mierda, ¿yo no te doy para los libros y un poquito más si hace falta”. Pero estaba Daniela con sus ojos, sus caderas enormes y aquella forma de besarlo, reducirlo cada vez que le preguntaba ¿A dónde me vas a llevar este sábado?” y los amigos burlándose de él. Te van a tumbar el cañón, Gerardo, con esa chiquita hay que gastársela y tú eres un arrancao, a lo mejor ya hay otro esperando a que falles, para complacerla.
Abrió los ojos. El ligero temblor que lo sacudía, había cesado. Fingió las ganas de vomitar y consiguió cambiar de puesto, acercarse a la puerta de emergencia. Si pudiera saltar, correría naranjal abajo y evitaría perder los camarones o que lo metieran preso. Terminaría su carrera. Conseguir un buen empleo como profesional, salir del país o montar algún negocio y entonces tendría dinero de verdad.
Era medio día y el calor sofocaba a todos. La lona azul que servía de techo, cerraba todas las entradas de aire. Una misma sensación sacudía a casi todos los viajantes, cada uno traficaba lo que podía, lo escondía como podía; en las gomas del camión, en la cabina, en el bolso de la mujer que viajaba con dos niños. Él se refugiaba en su bata blanca y su carnet de estudiante de medicina. A lo mejor no le revisaban.
Al que venía dos espacios antes que él, le quitaron la mochila. Café, grito el policía y bajó despacio, seguido por el hombre, ignorando las protestas de la gente que intentaban apresurarlo. En un gesto de engañosa serenidad el gordo uniformado se volteó mostrando la tonfa: este camión no se mueve hasta que yo revise a todo el mundo, así que pórtense bien y estense tranquilitos para que esto termine más rápido. Se secó el sudor de la cara con la gorra mientras le ordenaba a su compañero verificar los datos del traficante y dejarlo detenido.
Gerardo sintió partírsele el brazo con la caída, creyó que el camión tenía treinta metros de alto, pero no se detuvo. Se levantó y salió corriendo naranjal adentro. Con la ilusión de que nadie se hubiese dado cuenta. Su mente y corazón iban a mil, no le preocupaba qué hacer ni a donde ir, la cuestión era escapar, poner distancia entre su carga y el policía. Escuchó el murmullo de la gente en el camión, el grito del campesino ¡Ataja, ataja! y pensó que al pasar por su lado debió haberle quitado el machete. Oyó un disparo seguido de voces que debían ser del policía y de algunos que corrían tras él.
No pueden agarrarme, pensó, mientras aumentaba la velocidad de su carrera.
Luego le vino una idea más optimista, si atravieso este naranjal y salgo a otro tramo de la carretera, estoy salvado.
Continuó corriendo, su cuerpo todo era sudor y cansancio. Tenía ventaja pero no podía detenerse, el dolor en el brazo aumentaba y el corazón se le quería salir del pecho a causa de la carrera.
Las voces de los que lo perseguían, habían cesado, una extraña sensación de calma comenzó a invadirlo. Se detuvo para tomar aliento y se percató de que estaba cerca de una carretera, un monte quizás y otro naranjal, lo separaban de su meta, pero el cansancio crecía y necesitaba descansar. Buscó un sitio entre la maleza y se ocultó para evitar sorpresas y esperar el momento oportuno de continuar su viaje, apretó contra su pecho el maletín, a pesar del olor de los camarones que comenzaba a ser intenso. No supo cuanto tiempo estuvo agachado casi sin moverse en aquel escondite. Pensó en Einstein, en la maldita relatividad del tiempo. En Daniela y sus pechos tibios, en las burlas de sus amigos, en las palabras de su padre.
El dolor en el brazo persistía, aunque no era un dolor agudo sino algún tipo de opresión que le impedía moverlo con soltura. Puso el maletín en el suelo, con trabajo se quitó la bata para hacerse con ella un cabestrillo. El recuerdo de su novia y el de su padre lo hicieron volver en si. Aunque fuese a rastras tenía que llegar a la carretera. Poco a poco logró levantarse, las piernas acalambradas apenas le permitían ponerse en pie. Después del monte tupido apareció el último naranjal, si logró salir de allí fue a puro coraje. Ya sin fuerzas divisó un claro más allá de los naranjos. Entonces, se le dibujó una sonrisa en el rostro y si no fuera por la prisa se hubiera sentado a reírse de su suerte. Estaba todo tan quieto. Esperó tirado en la orilla de la carretera hasta que vio acercarse un carro, le hizo señas y el camión se detuvo, apretó el maletín una vez más antes de colgárselo en el hombro sobre el cabestrillo y el brazo lastimado, puso el pie en la escalerilla y el brazo le latió fuerte otra vez, luego sintió una sacudida, un tirón en el brazo que estremeció todo su cuerpo.
¿Doctor, este maletín es suyo? Le preguntó el policía con una mezcla de maldad y satisfacción, mientras en el fondo del camión se escuchaban los murmullos, gordo descarao, corrupto, no jodan tanto, déjennos vivir.
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